de muy buena gana, y le mandó que luego las tornase a quien las había hurtado.
Acabado de decir esto la viejezuela, comenzó la mujer del tahonero:
—Bienaventurada ella, que goza de la libertad de tan constante y recio enamorado; pero yo, mezquina de mí, que caí con uno que ha miedo del sonido de la muela y de la cara cubierta de aquel asno sarnoso que allí está.
Respondió la vieja:
—Pues si tú quieres, yo emplazaré a este alegre enamorado que venga delante de ti, y luego voy por él; cuando sea de noche espérame, que yo tornaré.
La buena mujer, con el ansia que tenía de ver aquel enamorado, aparejó muy bien de cenar, vinos muy preciosos, la mesa con manteles limpios, esperando su venida como de algún dios; acaso el marido cenaba aquella noche con un peraile su vecino. Ya casi a mediodía, que nos soltaban de la tahona para darnos de comer, yo no había tanto placer con la comida y descanso cuanto era porque me desataban los ojos, que libremente podía ver las artes y engaños de aquella mala mujer, hasta que ya el Sol puesto viene aquella mala vieja con el adúltero escondido a su lado. Era un mozo gentilhombre, que casi entonces nacían las barbas. Ella recibiólo cen muchos besos, abrazándolo, y sentáronse a la mesa. En comenzando a cenar los primeros bocados el marido llamó a la puerta, sin ser esperado ni cre-