di sobre Sócrates, que estaba allí echado cerca de mí. Y luego, en ese momento, entró el portero dando voces:
—¿Dónde estás tú, que a media noche con gran prisa te querías partir y ahora te estás en la cama?
A esto no sé si o con la caída que yo di, o por las voces y baraúnda del portero, Sócrates se levantó primero que yo diciendo:
—No sin causa los huéspedes aborrecen y dicen mal de estos mesoneros; ved ahora a este necio importuno, cómo entró de rondón en la cámara: creo que por hurtar alguna cosa; con sus voces y clamores el borracho me despertó de mi buen sueño. Entonces, cuando yo vi esto, salgo muy alegre, lleno de gozo no esperado, diciendo:
—¡Oh!, fiel portero, ves aquí mi compañero, mi padre y mi hermano, el cual tú anoche, estando borracho, decías y me acusabas que yo había muerto.
Y diciendo yo esto, abrazaba y besaba a Sócrates. El, como olió los orines sucios con que aquellas brujas o diablos me habían remojado, comenzó a rufar diciendo:
—Quítate allá, que hiedes como una letrina.
Y preguntóme blandamente qué era la causa de este hedor tan grande. Yo comencé a fingir otras palabras de burlas, como al tiempo conve nía por mudarle su intención y echéle la mano diciendo: