Como esto oyeron, luego cesó el llover de las piedras y apartaron la tempestad de los perros bravos, y uno de aquellos labradores que estaba encima de un ciprés, dijo a voces:
—No creáis que nosotros, teniendo codicia de vuestros despojos, os queríámos robar, mas pensando que lo mismo queríais hacer a nosotros, nos pusimos en defensa, por quitar nuestro daño de vuestras manos; así que de aquí adelante podéis ir por vuestro camino seguros, en paz.
Esto dicho, comenzamos a andar nuestro camino bien descalabrados, y cada uno contaba su mal: los unos, heridos de piedras, los otros, mordidos de los perros, de manera que todos iban lastimados. Yendo adelante ya buena parte del camino, llegamos a un valle de muchas arboledas y muy espeso de verduras y frescura, adonde acordaron aquellos pastores que nos llevaban de holgar un rato, por descansar y curarse de las heridas; así que echáronse todos por aquel prado,, y después de haber reposado curáronse sus llagas lo mejor que pudieron: el uno se lavaba la sangre en un arroyo de agua, y otros, con esponjas mejadas, remediaban la hinchazón de sus llagas; otros ligaban las heridas con vendas, y de esta manera cada uno procuraba su salud. Entre tanto, un viejo asomó por un cerro, el cual debía de ser pastor de una manada de cabrillas que apacentaba por allí, y uno de los de nuestra compañía le preguntó si tenía leche o cuajada para vender, y el viejo cabrero, meneando la cabeza, dijo: