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a saltar y morder en la gente, sin hacer apartamiento de hombres ni de bestias; mordían tan fieramente que a muchos echaron por ese suelo. Viérades una fiesta que era más para haber mancilla que no para contarla, porque como había muchos perros que ardían como rabiosos, a los que huían arrebataban con los dientes, y a los que estaban quedos arremetían, y a los que estaban caídos les sacaban los pedazos, en tal manera, que a bocados pasaban por toda nuestra compañía. He aquí a este peligro sucedió otro mayor: que los villanos, de encima de los tejados y de una cuesta que estaba allí cerca, echábannos tantas de piedras que no sabíamos de qué habíamos de huir: de una parte los perros que andaban cerca de nosotros, y de la otra, más lejos, las piedras que venían sobre nosotros; de manera que estábamos en harto aprieto. En esto vino una piedra que descalabró a una mujer que iba encima de mí, y ella, con el gran dolor, comenzó a dar grandes gritos y voces llamando a su marido, que era un pastor de aquéllos, que la viniese a socorrer; él, cuando la vió, limpiándole la sangre, comenzó a dar gritos, diciendo:

—¡Justicia, Dios! ¿Y por qué matáis los tristes caminantes y los perseguís, espantáis y apedreáis con tan crueles ánimos? Qué robo es éste? ¿Qué daño os habemos hecho? No muráis en cuevas de bestias fieras, ni entre los riscos de salvajes bárbaros, que os gozéis derramando sangre humana.