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ces, y otras también lloraba, mostrando gran pena. Entonces ellos, temiendo la novedad de la mudanza de otro señor y habiendo gran mancilla de la desdicha que vino en la casa de su señor, aparejáronse para huir; pero aquel mayordomo de la casa que tenía cargo de las yeguas y ganado, el cual me recibió muy recomendado para tratar y curarme bien, todas cuantas cosas había de precio en la casa lo cargó encima de mis espaldas y de otros caballos, y así se partió desamparando ésta su primera morada. Nosotros llevábamos a cuestas niños, mujeres; llevábamos gallinas, pollos, pájaros, gatos y perrillos, y cualquier otra cosa que por su flaco paso podía detener la huída, andaba con nuestros pies; y como quiera que la carga era grande, no me fatigaba el peso de ella; antes, la huída era gozosa para mí, por dejar aquel bellaco que me quería castrar y deshacerme de hombre.

Yendo por nuestro camino, habiendo pasado una cuesta muy áspera de un espeso monte, entramos por unos grandes campos, y ya que la noche venía, que casi no veíamos el camino, llegamos a una villa muy rica y gruesa, adonde los vecinos nos defendieron que no caminásemos de noche, ni aun tampoco de mañana antes del día, porque había por allí infinitos lobos muy grandes y de terribles cuerpos, feroces y muy bravos, que estaban acostumbrados a destruir y maltratar toda aquella tierra y que salteaban en caminos a manera de ladrones, matando a los que pasa-