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dejó de hacer, aunque disimuladamente, para cumplir el oficio de los que lloran la muerte de sus amigos. Solamente los ojos nunca pudieron echar lágrimas; y así él, confortándose con nosotros, que llorábamos de corazón y verdaderamente, la culpa que tenía su mano, dábala al puerco. Aun casi no era acabado de hacer este mal tan grande, cuando la fama corría por una parte y por otra, y la primera jornada fué a casa de Lepolemo, la cual hirió las orejas de su desdichada mujer. Cuando la mezquina recibió tall mensajero, el cual nunca otro oirá, sin seso y conmovida de gran furor y pena, corrien— de como loca por esas calles y plazas, y después los campos, dando quejándose de la muerte de su marido; luego se juntaron muchos de la ciudad, tristes, llorando, y siguieron tras de ella, acompañando su dolor, que casi nadie quedó en la ciudad con ganas de ver lo que había pasado. He aquí donde viene el cuerpo de su marido, el cual, como ella vió, se cayó amortecida encima de él; y cierto ella diera el ánima allí, como lo tenía prometido, sino que, apartada por fuerza de sus criados, quedó viva. Después, con mucha pompa y honra, acompañándolo todo el pueblo, lo llevaron a enterrar. Trasilo, en todo esto, no hacía sino dar voces y llorar, y las lágrimas que al principio de su llanto no tenía, creciéndole ya el gozo de la muerte de su amigo, le salían de los ojos, engañando la verdad con muchos nombres de amor y caridad: lamándole amigo, y ambos de una edlad, su compañero y su hermano; finalmente, que le llamaba por su