dad de ella, asentóla ante la puerta de la ciudad y partióse luego.
Cuando yo le oí esto, dijele:
—Por cierto, mi Sócrates, tú me dices cosas muy maravillosas y no menos crueles; sin duda no me has dado pequeño cuidado y miedo; lanzado me has, no solamente escrúpulo, más una lanza. Por ventura, esta vieja, usando de su encantamiento, no haya conocido nuestras palabras y pláticas; por tanto, vámonos pronto a dormir; pues aunque hayamos quebrantado un poco el sueño de la noche, ante el día, huyamos de aquí cuanto más lejos podremos.
CAPITULO II
Aun no había acabado de decir esto, cuando Sócrates, así por el beber, del que no había acostumbrado, como por la luenga fatiga que había padecido, ya dormía altamente y roncaba. Yo entonces cerré la puerta de la cámara y echéle la aldaba, y echéme sobre una camilla que estaba cerca de los quicios de la puerta. Así que, pri-