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venido allí un negociador que se llamaba Lobo y lo había comprado todo. Así que yo, fatigado del camino y de la pereza que llevaba, si os place, hacia la tarde fuime al baño, y de improviso hallé en la calle a Sócrates, mi amigo y compañero, que estaba sentado en tierra, medio vestido con un sayuelo roto, tan disforme, flaco y amarillo, que parecía otro: así como uno de aquellos que la triste fortuna trae a pedir por las calles y encrucijadas. Como yo lo vi, aunque era muy familiar mío y bien conocido, pero dudé si lo conocía, y lleguéme cerca de él, diciendo: "¡Oh mi Sócrates! ¿Qué es esto, qué gesto es ése? ¿Qué desventura fué la tuya? En tu casa ya eres llorado y plañido, y a tus hijos han dado tutores los alcaldes; tu mujer, después de hechas tus exequias y haberte llorado, cargada de luto y tristeza, casi ha perdido los ojos; es compelida e importunada por sus parientes a que se case y con nuevo marido alegre la tristeza y daño de su casa, y tú estás aquí, como estatua del diablo, con nuestra injuria y deshonra." El entonces me respondió: "¡Oh Aristómenes! No sabes tú las vueltas y rodeos de la fortuna y sus instables movimientos y alternas variaciones." Y diciendo esto, con su falda rota cubrióse la cara, que, de vergüenza, estaba bermeja, de manera que se descubrió desde el ombligo arriba. Yo no pude sufrir tan miserable vista y triste espectáculo; tomélo por la mano y trabajé con él por que se levantase, y él así, como tenía la cara cubierta, dijo: "Déjame; use la fortuna de su triunfo; siga lo que co-