ria, después de haber pasado sierras y valles, prados herbosos y campos arados, ya el caballo que me llevaba iba cansado. Y así por esto como por ejercitar las piernas, que llevaba cansadas de venir cabalgando, salté en tierra y comencé a estregar el sudor y frente de mi caballo. Quitéle el freno y tiréle las orejas, y llevélo delante de mí, poco a poco, hasta que fuese bien descansado, haciendo lo que natura suele. Caminando de tal manera, él iba mordiendo por esos prados a una parte y a otra, torciendo la cabeza, y comía lo que podía, en tanto que a dos compañeros que iban un poco delante de mí yo me llegué y me hice tercero, escuchando qué era lo que hablaban. Uno de ellos, con una gran risa, dijo:
—Calla ya; no digas esas palabras tan absurdas y mentirosas.
Como oí esto, deseando saber cosas nuevas, dije:
—Antes, señores, repartid conmigo de lo que vais hablando, no porque yo sea curioso de vuestra habla, mas porque deseo saber todas las cosas, o al menos muchas, y también, como subimos la aspereza de esta cuesta, el hablar nos aliviará del trabajo.
Entonces, aquel que había comenzado a hablar dijo:
—Por cierto, no es más verdad esta mentira que si alguno dijese que con arte mágica los ríos caudalosos tornan para atrás, y que el mar se cuaja, y los aires se mueren, y el Sol está fijo en el cielo, y la Luna dispuma en las hierbas, y que las