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lo mismo, y otros muchos, ya perdido el miedo, con sus espadas, de una parte y de otra, arremetieron a la osa, dándole hasta que la mataron.

En todo esto, Trasileón, gloria y honra de nuestra capitanía, dió el ánima digna de inmortalidad, con tanta paciencia y esfuerzo, que ni en voces ni en gemidos descubrió la fe del juramento que había hecho; mas, ya despedazado de las bocas de los perros y atravesado de las lanzas y espadas, sufriéndose de no dar voces con un manso bramido, como de alguna bestia muy fiera, tomando la muerte con ánimo muy generoso, reservó para sí gloria y dió su vida a los hados.

Tanto miedo y espanto tenían todos de aquella osa, que hasta otro día bien tarde ninguno fué osado de tocarle solamente con el dedo, aunque estaba muerta tendida, hasta que uno de éstos que andaba a desollar bestias, con miedo y poco a poco se llegó, y así un poco esforzado a abrir la barriga de la osa, de donde sacó aquel magnífico ladrón. En esta manera fué muerto Trasileón, como quiera que no pereció su gloria. Entonces nosotros cogimos nuestros líos, que tenían guardados aquellos fieles muertos, y, cuan presto pudimos, salimos de los términos de aquella ciudad de Plateas.

Una cosa veníamos siempre platicando entre nosotros: que ninguna fe se puede hallar entre los vivos, porque enojada y ma'quista de nuestra maldad, se es ida a vivir y está con los muertos. Finalmente, que de esta manera fatigados,