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mos a Lamaco y llevámoslo como pudimos; y como íbamos huyendo, espantados de aquel tumulto, y nos era forzado huir del instante peligro, él ni nos podía seguir ni podía quedar seguro. Y como era valiente, animoso, esforzado, rogábanos muchas veces cuanto él podía, por la diestra del dios Marte y por la fe del juramento que entre nosotros había, que librásemos a un buen compañero del tormento que recibía y de ser cautivo y preso. Diciendo asimismo que cómo había de vivir un hombre esforzado teniendo el brazo cortado, con el cual solía robar y degollar; que él se tenía por bienaventurado si muriese a manos de sus compañeros. Así que, después que él vió que a ninguno de nosotros podía persuadir que de nuestra gana lo matásemos, tomó con la otra mano un puñal que traía, besándole muchas veces, dió un gran golpe que se lanzó el puñal por los pechos. Entonces nosotros, alabando el esfuerzo de tan gran varón, tomamos su cuerpo, y envuelto en una sábana echámosle dentro en la mar para que lo escondiese, y así quedó allí nuestro capitán Lamaco cubierto de aquel elemento, el cual hizo fin conforme a sus virtudes. Además de esto, el otro nuestro compañero Alcimo, que tenía muy buenos y muy astutos comienzos en lo que había de hacer, no pudo huir la sentencia de la cruel Fortuna: el cual, después de quebradas las puertas de casa de una vejezuela que estaba durmiendo, subió a la cámara donde dormía y pudiera muy bien ahogarla si quisiera; pero quiso primero lanzar