Llegando cerca de un arroyo que corría mansamente, parecióme haber hallado, con mi buena dicha, sutil ocasión para lo que pensaba: lo cual era derrengarme por las ancas y echarme en tierra muy cierto y obstinado de no levantarme para pasar el agua con ningunos palos que me diesen; y aun aparejado no solamente a sufrir palos, pero aunque me diesen con una espada, antes morir que levantarme; porque yo pensaba que ya como cosa débil y casi muerto era merecedor de ser ahorrado; y también creía cierto que los ladrones, así por no sufrir tardanza como por huir con mucha prisa, quitarían la carga de mis cuestas y la repartirían por los otros dos mis compañeros, y por vengarse mejor de mí, que me dejarían allí para que me comiesen los lobos y buitres.
Pero mi desdichada suerte pervertió tan bello consejo, porque el otro asno, adivinado y tomado mi pensamiento, mintiendo que iba cansado, cayó con su carga en tierra. Y caído así de manera de muerto, ni con que le daban de palos, ni con aguijones, ni por alzarle por la cola, ni por las ore jas, ni aunque le alzaban las piernas de una parte a otra, nunca probó a levantarse; hasta que, finalmente, los ladrones, fatigados con la postrimera esperanza, habiendo hablado entre sí, porque no estuviesen tanto sirviendo a un asno muerto y más en verdad se podría decir de piedra, y no detuviese su huida, quitáronse la carga y repartiéronla entre mí y mi caballo, y a él con sus espa-