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de ella, diesen a mí mala muerte; los labradores y villanos de alrededor, alborotados con los gritos y lloros de la mujer, comienzan a llamar y acumular los perros contra mí, para que, como rabiosos, me vengan a despedazar. Entonces, como yo me vi sin ninguna duda cerca de la muerte, y los perros que venían contra mí, valientes y muchos, y tan grandes que eran para pelear con osos y leones, del mismo peligro me vino el consejo: dejé de huir a la sierra y tonnéme para casa corriendo cuanto más podía, y lancéme en el establo de donde había salido. Ellos, de que vieron pacificados los perros, tomáronme con un cabestro bien recio y atáronme a una argolla, dándome otra vez tantos palos, que cierto me mataran, si no fuera que con el dolor de los palos, como tenía la barriga tersa y llena de coles crudas, vínome flujo y solté un chisquete, que unos, rociados de aquel extremo licor, y otros, del gran hedor que les dió, se apartaron de mis abiertas espaldas. No tardó mucho, que ya pasaba del mediodía que el Sol se inclinaba, cuando los ladrones sacaron a mí y a los otros del establo y cargáronnos de nuestras cargas, aunque la echaron a mí más pesada. Ya que habíamos andado buena parte del camino, yo iba muy desfallecido con el largo camino y cansado con el peso de la gran carga, y fatigado con los golpes de las varadas que me daban, y también iba cojo y titubeando, porque llevaba los pies y manos desportillados.