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crueldad de mi fortuna. Ya que llegaba cerca de aquel lugar, veo que no eran aquellas rosas tiernas y amenas, rociadas de rocío y gotas divinas, cuales suelen engendrar las fértiles zarzas y espinas, ni tampoco el valle era todo arboleda, salvo la ribera de un río, que estaba lleno de árboles de una parte y de otra, los cuales tenían la hoja larga, a manera de laureles, y las flores, sin olor, que son unas campanillas un poco coloradas, a que llaman los rústicos o el vulgo rosas de laurel silvestre, cuyo manjar mata a cualquier animal que lo coma. Con tales desdichas, fatigado ya y desesperado de mi remedio, quería de mi voluntad propia comer de la ponzoña de aquellas rosas; pero como con mala gana y alguna tardanza quisiera llegar a morder de aquellas rosas, un mancebo, que me pareció debía de ser el hortelano del huerto donde yo había destruído y comido las coles, como vió haberle hecho tanto daño, arrebató un gran palo, y con mucho enojo fué hacia mí, y dióme tantos palos, que casi me pusiera en peligro de muerte si yo discretamente no buscara algún remedio; el cual fué que alcé mis ancas y los pies en alto y sacudíle muy bien de coces; de manera que él, bien castigado y caído en ese suelo, yo eché a huir hacia una sierra alta que estaba allí junto; mas luego una mujer que parece debía de ser mujer del hortelano, como lo vió de un altozano, que estaba tendido en tierra y medio muerto, vino corriendo a él, dando gritos, porque habiendo los otros mancilla