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La media naranja 279

exquisitos y opulentos caprichos; el ligero perfume, ese perfume sui generis, que deja tras de si una mujer elegante; si contemplamos el nacarado interior de la concha de aquella Venus, pues el boudoir es la concha de todas las Venus que, salen de la espuma del mar de la opulencia, comprenderemos toda la poesia de la riqueza; esa poesia del dinero transformado en arte, en encantos, en vida.

Pero ¡ay! si recordamos lo que Clara ha dicho á su amiga Emilia, y si nos fuese dado penetrar en el fondo de su corazón atormentado por la duda, entonces bien podemos llamar al cuadro que hemos contemplado:

Tormentos de la opulencia.


II.

Por franca que sea la entrada en todas partes que tiene un novelista, hay una puerta ante la cual debe detenerse. Ante la puerta del tocador de una mujer. Los misterios eleusinos del tocador sólo el espejo debe saberlos: allí la mujer hace un paréntesis en su vida y en sus pensamientos, y todas las imágenes de su memoria se borran ante la que el azogado cristal ofrece á sus egoistas ojos.

Dejémonos, pues, á Clara entregarse á si misma, y abandonando su elegante palacito de la calle de Tragineros, número (el lector puede averiguarle) — vámonos un momento al Café Suizo, pues nos interesa.

Sentado en una mesa, tomando una botella de limonada gaseosa y fumando una excelente breva de Cabañas está Alfonso de Acuña.

En el revés del sobre de una carta está escribiendo con un lápiz, y en la atención con que mira al papel ó fija los ojos en el techo, atormentándose la perilla, en la distracción con que se rasca la cabeza, cuenta con los dedos y se apresura á fijar con el lápiz una idea luminosa, se comprende claramente que está haciendo una cuenta, y que no es el amor á las matemáticas, ni las abstracciones del álgebra las que tan preocupado le tienen. No hay en su rostro la serenidad de la ciencia sino la agitación de la vida.

Cualquiera que al agachar la cabeza observase su finísima raya