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en dar su mano al hombre que hemos oido hablar en la mesa del Suizo, teniendo á cuatro pasos á su tipo ideal? ¿Por qué Clara no ha podido leer con nosotros la carta de Gonzalo?

Ese es el mundo: una serie de engaños, una serie de contrastes y una serie de fatalidades.

Como esa caprichosa providencia que se llama la casualidad no lo remedie, mucho me temo que Clara sucumba á los engaños y fascinaciones del pérfido Alfonso.

Si asi sucede, un ambicioso habrá realizado sus planes; una mujer habrá sacrificado su felicidad; un poeta habrá perdido su ideal.

La dicha humana está pendiente de un cabello, sujeta á un soplo y ligada á un minuto.

Como la casualidad no venga en su ayuda, entonces si que podemos decir:

Pobre Clara! Pobre Gonzalo!


V.

La Luna, ese astro romántico y melancólico que se pasea de noche solitario, tomando el sol por la inmensidad del cielo; ese satélite cortesano de la tierra, amigo de los poetas, protector de los amantes, lámpara de las ruinas y de los sepulcros; ese testigo nocturno, á quien los tristes y enamorados le cuentan sus cuitas y dirigen sus lamentos, que, dicho sea de paso, como tienen que atravesar, sesenta y siete mil leguas, no llegan á los oidos del astro, sordo por añadidura; la Luna, en fin, estaba comme un point sur un i sobre el pequeño y lindo jardin del palacio de nuestra amiga Clara de Monte Real.

La noche estaba deliciosa; las estrellas brillaban sobre uno de esos nocturnos cielos madrileños de otoño que hacen meditar y que parecen dejar entrever, al través de su trasparencia, los misterios del Infinito. El rumor de un vientecillo tibio, el murmullo de las fuentes del Prado, el ladrido de alguno que otro perro y el taconeo de algún transeúnte, era lo único que interrumpía el silencio de que, según Virgilio, es tan amiga la Luna.

Sólo nuestro poeta Gonzalo, apoyado en su ventana, contemplaba meditabundo la magnificencia del cielo y la calma de la tierra.