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La media naranja

Una hora después, Gonzalo se paseaba por las alamedas de la derecha de la Fuente Castellana, donde ya quedaban pocos carruajes y menos gente.

Caminaba lentamente, y en la curiosidad con que de vez en cuando miraba al paseo de los carruajes, se conocia que buscaba alguno de ellos con afán.

De repente se detuvo medio ocultándose detrás de un árbol. Habia visto una magnífica carretela abierta, forrada de azul y tirada por dos soberbios caballos, color de canela, y en la hermosa mujer que iba en ella habia reconocido á su adorado tormento, á Clara.

Su corazón palpitó con una emoción profunda, que se tornó én despecho cuando vió un elegante joven que, montado en una esbelta yegua inglesa, negra, caminaba al lado del carruaje, inclinado, y hablando con gran intimidad y vehemencia con Clara, que le sonreía graciosamente.

Era Alfonso de Acuña.

Gonzalo le vio sacar un papel del bolsillo y entregárselo á Clara, que le recibió con la mayor coquetería, aunque recatándose para que no la vieran.

Como la carretela caminaba al paso, al cruzar por delante de Gonzalo, éste pudo oir perfectamente á Alfonso, que decia á media voz:

— Los versos son muy malos, es la primera vez que los hago, pero son la expresión de lo que siento.

— Yo creo lo contrario — dijo Clara, riéndose; — creo que los versos serán muy bonitos; pero ni más ni menos que lindísimas mentiras.

— Siempre lo mismo! .... En fin, ya hablaremos, y se convencerá Vd. de su injusticia. Hasta la noche.

Y dando la mano afectuosamente á Clara, picó espuelas y salió á trote largo, con aire arrogante y satisfecho.

— A casa! — gritó Clara al cochero, que con un latigazo hizo partir la carretela como una flecha.

Gonzalo la siguió con la vista. Lanzó un suspiro tan hondo, que casi era un rugido.

— Tienen razón! — exclamó, echando á andar precipitadamente y mirando al suelo.

Al llegar frente á la Casa de la Moneda, se apercibió de que había hecho girones los guantes.