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La media naranja

La carta escrita con elegante y corrida letra inglesa, decia así:

«No te rias, querido Enrique, si te digo que cada dia estoy más ciego, más enamorado, más loco y frenético por la divina Clara. Desde la ventana que tú llamas mi observatorio astronómico, me paso las horas enteras contemplando su jardin y sus ventanas. Con la ayuda de mi excelente anteojo la veo unas veces cuidando sus flores, otras leyendo un libro y otras bordando detrás de los cristales de su gabinetito. En esos momentos me parece que tengo un anteojo mágico que ofrece las visiones del cielo; detengo la respiración, siento que mi corazón estalla, que mi sangre hierve y que mi alma abandona mi cuerpo para volar á los pies de aquella adorada y pura imagen. Qué hermosa es! ¡cuánta poesía, idealidad y sentimiento hay en su rostro de ángel! ¡qué elegancia, qué noble sencillez en su artística figura! Si la vieras, Enrique, lejos de burlarte de mi, quedarlas tan enamorado como yo, porque es imposible ver á esa sublime criatura sin adorarla.

»Cuando borda, cuando se asoma á su ventana, cuando toca el piano ¡qué agena está esa mujer de que hay dos ojos de fuego que la miran incesantemente y la devoran con el deseo, y dos oidos que escuchan sus acordes como si fuesen las arpas de los querubines; de que hay un alma rindiéndola, la adoración estática de una secreta idolatría, un pensamiento nutriéndose de su contemplación, una imaginación rebosando en inspiraciones por ella! Ah! si pudiese establecerse un hilo misterioso entre el corazón de esa mujer y el mió, esa mujer caería como herida por el rayo al recibir todo el fluido de mi corazón.

»Unas cuantas varas me separan de esa mujer, y sin embargo, qué inmensa distancia nos divide! Ella es inmensamente rica; yo soy miserablemente pobre.... Para encontrarnos tendrá ella que bajar al precipicio de mi pobreza, ó yo tendría que subir á la cumbre de su opulencia; cosas imposibles. El polo Norte no dista más del Sur que yo disto de esa mujer: la pobreza y la riqueza son los dos eternos antípodas del mundo social.

»Ay! tú no sabes lo que es tener que hacer de mi silencio mi única virtud; de mi anteojo mi único tesoro: vivir amando en secreto, exhalando sólo en unos cuantos versos ignorados el dolor de tan infinita pasión.

»Siento en el alma toda la desesperación de Werther, y una pistola me sonríe como único remedio á mi mal. Cuando considero