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los cuadros y los intereses defendidos por el Estado, fueron en gran medida los intereses de la elite terrateniente. En este sentido, el principio de legitimidad del Estado decimonónico y de los primeros veinticinco años del siglo XX, descansó en los intereses de la aristocracia criolla.

El Estado fue expresión de mecanismos de legitimidad que se construían en la exclusión de un amplio espectro de la población por medio del voto censitario —para ser considerado ciudadano con derecho a voto, siendo el más excluyente, la acreditación de un nivel bienes o ingresos—, lo que permite hablar de una suerte de “democracia restringida” Este proceso trajo como consecuencia una suerte de relación “isomorfa”entre los intereses nacionales y de la elite. Así, a través del Estado la elite se vio posibilitada de extender territorialmente su ascendiente y aumentar sus beneficios, como además, disponer de mecanismos de legitimidad nacional y dispositivos simbólicos de cohesión social, como era el discurso nacional para garantizar sus privilegios. La elite criolla no estaba dispuesta a compartir el poder y para ello dispuso de mecanismos de exclusión social para limitar el acceso a la aristocracia [1] o, en otras palabras, “su poder es hegemónico hasta el punto de que la capacidad de asociación con miras a participar del poder no excede los límites de la misma oligarquía”.[2]

Con posterioridad a la guerra civil de 1891, la política adquirió mayor relevancia en las dinámicas de la elite, en tanto al conformar un régimen parlamentario —aparejado de la universalización del voto masculino que sepa leer y escribir— permitió consolidar e integrar a la elite regional —evitando de paso las sublevaciones de las provincias—, en tanto sus grupos de poder tenían una representación garantizada. Así “el mecanismo de las elecciones cumplió dos funciones específicas: garantizó una representación proporcional en el Estado y con ello la salvaguarda de los intereses particulares (sobre todo de los grupos oligárquicos vinculados al agro, quienes a través de la extensión del voto lograron movilizar un nuevo contingente a las urnas) y aseguró un nivel de legitimación social ante distintos grupos económicos de importancia, como los inversionistas ingleses de la zona salitrera del norte chileno”.[3]

Es de esta garantía de representación parlamentaria y monopolio del Estado, que la elite criolla pudo desplegar todo su boato y capacidad diletante, que llevó a autores como Alberto Edwards[4] a definirlos como “Fronda Aristocrática”. No hay que extrapolar esta afirmación a que la elite con anterioridad estaba excluida del poder político, sino que la dinámica del sistema impedía que los perdedores participaran de los beneficios del poder.


El triunfo del liberalismo en Chile no estuvo acompañado de la creación de una institucionalidad liberal, siendo la creación de un

  1. Fernández, Enrique: “Estado y sociedad en Chile, 1891-1931. el estado excluyente, la lógica estatal oligárquica y la formación de la sociedad”. LOM Editores, Santiago 2003, p.36.
  2. Barros Lazaeta, Luís y Ximena Vergara Johnson: “El modo de ser aristocrático. El caso de la oligarquía chilena hacia el 1900”. Ediciones Aconcagua, Santiago 1978.
  3. Fernández, Enrique, op. cit., p. 36.
  4. Edwards Vives, Alberto: “La fronda aristocrática en Chile”. Editorial Universitaria, Santiago 2005.