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elección llevaba al Congreso en pequeños grupos, no tardaban en asimilarse al ambiente tradicional... La aristocracia los absorbía moralmente».[1]

Durante el período en comento hubo innumerables rotativas ministeriales, sucesivas crisis de las alianzas políticas, importantes movimientos huelguísticos, sin embargo, la clase política mantuvo la institucionalidad republicana inalterada, lo que no es cuestionable en absoluto, salvo cuando se trata sólo de una complaciente fachada artificial. Los Presidentes se sucedieron oportunamente, el Centenario se celebró dignamente. El ciclo salitrero financió tal estabilidad hasta que la «cuestión social» ya no pudo seguir postergándose, nuevos actores mesocráticos acudieron a exigir su parte y el ciclo entero inició su decadencia.

Más allá de esta mirada crítica -—y generalizada a otras esferas del quehacer nacional como señalaran los comentaristas de la crisis señalados antes-— la institución parlamentaria era el escenario fundamental -—aunque no el único, pues en los clubes y salones privados también se negociaba y hacía política-— de las decisiones y del debate de los temas nacionales. Fue este período y esta institución, una escuela cívica para muchos -—en términos del historiador Julio Heise-— y peldaño indiscutible para quien pretendiera alcanzar la Presidencia.[2]

Según este autor, el período parlamentario configuró un escenario de tranquilidad política y paz interior sobre la base del estricto acatamiento a las prácticas parlamentaristas, como la rotativa ministerial -—que para algunos denotaba incapacidad y esterilidad en la gestión-— una verdadera válvula de escape para las tensiones políticas en medio de un juego democrático entre gobierno y oposición, sin violencia política, con pluralismo, libertad de expresión y respeto a la Constitución.

Añade Heise: «A los cuerpos legislativos y demás instituciones políticas sólo podía llegar el contribuyente. La democracia burguesa, con exclusión de los que nada poseen, era la única fórmula posible dentro del clima mental de la época. Y será precisamente este convencimiento el que entre otros factores produjo la estabilidad social, el que dio a la estructura política parlamentaria su solidez, su autenticidad, su justificación histórica».[3]

Si bien a nivel del parlamento no había mayor preocupación corporativa por asumir los temas sociales -—no hubo en el Congreso una comisión permanente dedicada a los temas de legislación obrera sino hasta la que creó la Cámara en 1912-—, sí hubo personajes que levantaron la voz para denunciar el estado de cosas, como el ya mencionado Valentín Letelier, diputado a fines del siglo XIX y que entrando al XX encabezaba el sector más progresista del radicalismo en la convención del partido en 1906 o Manuel Rivas Vicuña, diputado liberal promotor de la empantanada ley de

  1. Edwards, Alberto: «La fronda aristocrática en Chile», Imprenta Nacional, Santiago 1928, pp. 206-207.
  2. Heise, Julio: «Historia de Chile, el período parlamentario 1861-1925», Tomo I, Editorial Andrés Bello, Santiago 1974, pp. 281-283.
  3. Ibid., p. 283.