sado una época pintoresca. Se decía que al llegar a La Rioja usaba para su correspondencia privada el calendario comtiano: mes de Esquilo, mes de Shakespeare. Las bromas de algunos insolentes le obligaron a abandonarlo. El catecismo de Comte y la pedagogía de Torres eran para él lo único fundamental en los conocimientos humanos. Por esto, allá en su interior, despreciaba a los tertulianos de don Nume, y si a veces aceptaba discutir con ellos era sólo por cortesía.
— Son hombres atrasados, espíritus metafísicos — solía decirle a don Nume confidencialmente.
Don Nume reconoció desde lejos al Director y salió a su encuentro con los brazos abiertos.
—¡Mi amigo! — exclamó casi gruñendo.
El Director, sonriendo imperceptiblemente, se dejó abrazar, y, sin decir una palabra, fué a ocupar su silla. Era el asiento de preferencia: una vasta silla de hamaca que don Nume colocaba para el Director. Como a causa de su enfermedad el Director no podía permanecer en la vereda, sentábase dentro de la botica. Don Nume, para acompañarle, ponía su silla sobre el umbral.
— ¿Y la salud? — preguntó don Nume con interés casi paternal.
Instintivamente, antes de contestar, el Director se llevo la mano al estómago. Después se quejó del agua de Catamarca, de los calores que hizo en todo el verano, del viaje. Estaba lo mismo. O tal vez peor; sí, un poco peor. Ahora pensaba volver al método en las comidas, privarse de carne, suprimir todo excitante.
— Método — decía, — todo es cuestión de método Don Nume insinuó que tal vez el amigo Director hubiera extrañado la vida de la escuela, siempre tan variada, tan interesante, sobre todo para un pedagogo "de campanillas" como él era.
— La escuela, señor don Numeraldo, debía ser agradable, pero... ¡esa gentuza!
Se refería a los profesores, a quienes odiaba pedagógicamente. Eran unos ignorantes, unos desaforados. El Ministerio no debía oírlos jamás. Los peores eran esos