Los faroles comenzaban a alumbrar y no quedaba una alma en la plaza.
En la casa de huéspedes le esperaban para comer. La patrona aseguraba que el caballero Solís se había extraviado, y se enfurecía con Galiani porque, según éste, era preciso ser un tilingo para perderse en un pueblo de "cuatro casas locas". Pérez, el pianista, que regresara del paseo con hambre canina, una hambre "riojana" decía, se paseaba nervioso y tartamudeaba lastimosamente.
Solís fué recibido con júbilo. Todos se precipitaron al comedor; y mientras Pérez describía lo que era capaz de engullir, doña Críspula devoraba silenciosamente rebanadas de pan. Solís pidió disculpa por la tardanza.
Durante la comida, Pérez monologó tartajosamente refiriendo su paseo a Cochangasta, un lugar pintoresco, casi en la puerta de la quebrada. Habían ido a la casa de don Molina, una casa a la criolla, con largos corredores umbrátiles y frescos y con cuartos inmensos y abandonados. Un espléndido paseo. Bailaron, contaron cuentos, jugaron a la taba. El almuerzo, opíparo: unas empanadas riojanas de chuparse los dedos, cordero al asador, tamales, vino de Andalgalá.
Terminaban de comer cuando empezóse a oír la música de la plaza. Todos se desbandaron menos Solís, que prefería quedarse. Se acostaría en seguida, pues aún le quedaba algo que descansar. Desde su cuarto oyó al poco rato conversación de mujeres. Todas se interesaban por conocerle y hacían preguntas a Rosario. El nombre de Raselda surgió varias veces. Rosario las chistaba para que se callasen. Al fin salieron, y al pasar frente a su ventana miraron hacia dentro del cuarto.
En la casa, fuera dé él, no quedaban sino las sirvientas, que se amontonaban en el umbral de la puerta. Solís, lo mismo que a la tarde, se sentó en la silla de hamaca, junto a la ventana. Pasaban grupos de muchachas que iban a la plaza. La banda tocaba el Miserere de El Trovador; cuando callaba la música, se percibía el ruidito del agua rodando tumultuosamente por la acequia vecina.