Enumeró todos los defectos de "las guanacas" con una precisión implacable. Eran unas entrometidas, unas víboras. Sabían todo lo que pasaba en el pueblo y vivían levantando calumnias, intrigando, "sacando el cuero" a la gente. A la segunda se le iba un ojo, y la menor, el chiche de la casa, no pensaba más que en los hombres. Rosario las acusó de chismosas y malas. Y doña Críspula concluyó afirmando que lo más intolerable en ellas, lo que más rabia le daba, era el ojo, el ojo torcido de la Clemencia.
Terminada la sobremesa fueron al patio. Se sentaron en sillas de hamaca, bajo el corredor, y tomaron te de naranjo. El calor sofocante y el aire denso contribuían a hacer pesada la calma. El piso de ladrillos parecía hervir bajo el sol. No se movía una sola hoja de los árboles. La resolana hería los ojos. Se dijera que en ese momento la ciudad fuese un monstruo que dormitaba aplastado bajo el sol: un sol que se desplomaba sobre las casas, resbalaba a lo largo de los techos de tejas, entibiaba el agua de las acequias y salpicaba de oro las copas de los árboles. Las chicharras cantaban monótonamente.
Repantigada ya en su silla, doña Críspula, durmiéndose, entornaba los ojos y cabeceaba. De rato en rato la despertaban las moscas; ella espantábalas con sacudones de cabeza. Palpitaba su vientre con desigual ritmo y su largo lunar peludo trazaba jeroglíficos en el aire. Galiani miraba a Solís y, sonriendo, le indicaba a doña Críspula. Rosario, que había ido directamente a la sala, tocaba en el piano con displicencia. Al corredor llegaban apagadamente los lentos compases de una música lánguida, que invitaba a soñar. De cuando en cuan- do se oían algunos versos que tarareaba Rosario en voz baja, con expresión de abandono:
Rioja querida, nativo suelo,
Novia llorosa de ausente amor...
Todos fueron a sus respectivos cuartos para recostar-