y tendría cerca de cincuenta años. Dijo que estaba en La Rioja por negocios, especulaciones. Tenía bigotes muy gruesos y algo caídos, el pelo en onda hacia la frente y unos ojuelos incisivos y maliciosamente risueños que solían mirar de lado. Para hablar torcía el cuerpo con afectación. Trataba de ser insinuante y amable. Llevaba anillos y, en un bolsillo alto del chaleco, un enorme cronómetro de oro cuya cadena, de impresionante grosor, concluía en un surtido de medallas y de amuletos contra la jettatura.
Solís observó que el señor Galiani era mirado como una especie de personaje y que disfrutaba en la casa de ilimitada consideración. Pero no era el único pensionista. Había otro, un joven Pérez, pianista, director del Conservatorio y también porteño. Doña Críspula le elogiaba. Buen muchacho, carácter alegre, lleno de cuentos y gracias. ¡Pero qué tartamudez la que tenía, señor! Cierto que a veces "eso" le daba gracia; pero otras "inspiraba lástima", era cosa "de morirse". Pérez no almorzaba en la casa esa mañana porque, según informó doña Críspula, había ido a Cochangasta, al paseo que le daban "a ese mozo" Vergara, de los Vergara de Córdoba, que vino por unos días a escriturar el campito que había comprado en Chamical.
Doña Críspula se lo hablaba todo. Contó la vida de medio pueblo con asombrosa riqueza de detalles. Solís imaginaba tener ante sus ojos un viviente diccionario biográfico, una obra maestra en materia de información. Doña Críspula sabía la fecha en que se casaron las personas más o menos conocidas del pueblo, el número de hijos que tenían, los sueldos que los hombres ganaban. Podía informar sobre el grado de acuerdo o de desacuerdo que existía en cada matrimonio, qué hombres jugaban o no, quiénes se confesaban. En cuestiones políticas doña Críspula era un portento. Recordaba, lo que parecía increíble a Galiani, todas las revoluciones, motines, intervenciones, conflictos y alborotos que ocurrieron en los últimos treinta años, y, lo que era aún más increíble, sa-