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MANUEL GÁLVEZ


a la salida del Ministerio. La flaca le hacia estarse quieto, durante horas enteras, dejándose mirar. ¡Si era el mismito Ricardo! Solís odiaba, sin conocerle, al tal Ricardo, y hubiera dado algo por no oírle nombrar jamás. Llegó, por esto, hasta querer deshacerse de la muchacha. Pero ella estaba perdidamente enamorada. Le obligó a dejar la casa de huéspedes y a irse con ella. El no quería vivir con tal mujer; le disgustaba la idea. Pero al fin, odiándose a si mismo, cedió. Se mudaron a un cuarto, frío y triste, cerca del Once. Pasaban las horas en la más absoluta inacción, bebiendo cerveza, tomando mate. A veces él tocaba la guitarra, que aprendió, durante unas vacaciones, en el Paraná. La flaca se enardecía con la música de los tangos, y, en medio del aire viciado por los vahos de cerveza y el humo del tabaco, estrujaba a Solís con sus cariños sádicos. Pero él se aburría, y, al fin, experimentó repugnancia por la muchacha. Era de modales ordinarios y violentos y vivía en perpetua exaltación amorosa. El frenesí de aquella loca, pensaba Solís, iba destruyendo su organismo de hombre ya débil; pero no tenía coraje para despedirla. Había vuelto a beber, y sentía, junto con un gran cansancio físico, que los nervios se le desajustaban y que empezaba a agobiarse de una tristeza desconocida. Una tarde, al volver del Mínisterio, la flaca no estaba. Le había dejado una carta donde, entre frases cariñosas y obscenas, y con pésima ortografía, le anunciaba que había encontrado a su verdadero Ricardo. Solís se creyó salvado. De nuevo se dedicó al estudio y al trabajo con ahínco tenaz; quería rcuperar el tiempo perdido. Pasaba las. noches, hasta que amanecía, leyendo y escribiendo.

Por fin, se sintió con fiebre. El médico le preguntó si deseaba vivir muchos años.

——Siquiera unos veinte más,—-le había contestado.

Le recomendó reposo, no beber, no trasnochar. Mejor, pensaba Solís; así llevaría una vida sana, normal, y podría escribir. Pero pasaban los días y cada vez estaba más enfermo. Su amigo el teósofo le habló mal de los médicos. Eran todos unos farsantes, unos comerciantes.