de pobreza y desolación. Los ranchos miserables; las
criaturas, cuyas desnudeces quemaba un sol atroz; la indolencia
y la suciedad de aquellas gentes de rostros tostados
y ojos negros; la tierra cenicienta; las palmeras
solitarias; las desigualdades del suelo, en cuya mayor
hondura yacía la ciudad; todo, sugería al viajero visiones
de Oriente. El no salió jamás del país, pero sus lecturas
le hacían imaginar de esa manera los pueblitos en el
valle del Nilo, los caseríos árabes de Argelia, las aldeas
kabilas. Desde que el tren pasó un ancho río casi seco
hasta la estación Deán Funes, Solís fué viendo pequeñas
sierras áridas. Hacía un calor pesadísimo. En el coche-
comedor, donde se hallaba, todavía quedaban, sobre algunas
mesitas, restos del almuerzo. Las moscas cargoseaban
como azonzadas. El único pasajero que permanecía
en el comedor, silbaba un tango. Solís sentía cerrársele
los párpados; la tonada del tango, como una obsesión,
zumbaba en sus oídos. Muchachas parleras y bonitas,
enrojecidas por el calor y el aire, bajaban con sus
familias en los pueblitos veraniegos. Jóvenes risueños,
de andar indolente y tonada, con látigo en la mano, polainas
de cuero, chambergo sobre los ojos, las esperaban en
el andén. Desde el vagón, Solís alcanzaba a ver las casas
y las iglesias de tosco estilo colonial. En Deán Funes
hubo otro cambio de tren. Desde allí hasta La Rioja, el
paisaje, siempre igual, apenas tenía interés. Eran campos
llanos y abiertos. En la lejanía se borraban las ondulaciones
de unas serrezuelas pardas. La vegetación, escasa
y ruin, daba aspecto de cruel desolación a aquellas
travesías. A la vera de los rieles, entre jarillas y cardones,
se esparcían algarrobos secos y retorcidos, de formas
trágicas. No se divisaba en aquel desierto ni un alma, ni
un triste rancho. El tren marchaba con lentitud desesperante,
y, cada dos o tres horas, se detenía en alguna estación
de nombre bárbaro y sonoro: Chamical, Huascha,
Punta de los Llanos. En aquellos lugares permanecía el
tren largo rato: diez, quince minutos. Algunos hombres,
renegridos por el sol y la mugre, gentes astrosas, se recostaban
contra las paredes de la estación, unos junto a
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LA MAESTRA NORMAL