ban pintadas de colores vivos: de rojo, de azul. A Solís más le interesaban las montañas. Era la primera vez que veía montañas de cerca. Les encontraba una agria melancolía, una huraña aspereza. Ningún encanto. Le parecía una cosa fea y monstruosa, cuya eterna presencia debía inquietar, afligir.
Pasó el carruaje por una plaza poblada de naranjos. De unos postes altos y torcidos, pintados de azul y de aspecto enclenque y tristón, colgaban los faroles del alumbrado. Frente a la plaza, en una esquina, una iglesia en construcción. Las campanas llamaban a misa, y algunas mujeres, envueltas en chales negros, entraban en la iglesia indolentemente.
Dos cuadras más lejos se detuvo el carruaje, frente a un caserón de ancha puerta, techo de tejas y paredes de adobe que habían perdido el revoque. El viajero, golpeando las manos, llamó a la puerta. Las palmadas repercutieron sonoramente en el inmenso zaguán. Pero no salió nadie. De un cuarto se asomó al corredor, en mangas de camisa, un hombre tomando mate. Solís volvió a llamar, al tiempo que una muchacha con trazas de sirvienta atravesaba el patio del fondo. Después de un buen rato, la muchacha, con toda cachaza, se allegó a la puerta. Cuando supo que se trataba del viajero esperado desde hacía días, le hizo entrar en la casa.
— Esta es su pieza, niño — dijo la muchacha con sonrisa humilde y confiada, mientras le indicaba el primer cuarto a mano derecha del zaguán.
Y salió para traerle las valijas.
El cuarto era espacioso, con dos ventanas a la calle. Tenía piso de ladrillos, muchos de los cuales estaban rotos, y, al fondo, un estrado de baldosas. Los muebles, viejos y pobres. La cama, de fierro, se inclinaba contra la pared, y la mesa de pino, que serviría de escritorio, rengueaba de una pata. El lavatorio era portátil, de latón. Había una enorme silla de hamaca. Las dos grandes puertas del cuarto daban a un corredor cuyo techo, algo saledizo, caía sobre el patio. Por las columnas, barrigudas y toscas, trepaban enredaderas. Un pequeño