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rasgo característico de mis discursos, aunque no había pensado en ello.

— Doy a Vd. las gracias, Mr. Lincoln, por esta revelación, contestóle el Reverendo. Este es el hecho más raro que jamás haya conocido en materia de educación. Esto es lo que se llama genio con todo su poder impulsivo, inspirador; dominando el espíritu del que lo posee; y convertido por la educación en talento, con su uniformidad, su permanencia y su disciplinada fuerza siempre pronta, siempre disponible, nunca caprichoso: lo que constituye el más alto atributo de la inteligencia humana. Pero permítame preguntarle, ¿ha tenido Vd. instrucción en materia de derecho? ¿Preparóse Vd. para ejercer su profesión?

— ¡Oh! sí. Leí «tratado de leyes», así como suena; esto es, fuí escribiente de un abogado de Springfield, y copiaba fastidiosos legajos, adquiriendo en los ratos desocupados el conocimiento de las leyes que me era posible. Pero la pregunta de Vd. me trae a la memoria un cierto método de educación que adopté y del cual debo hacer mención aquí. En el curso de mis lecturas sobre el derecho, constantemente tropezaba con la palabra demostrar. Al principio me parecía entender su significado: pero no tardé de apercibirme de mi error. Yo me hacía a mí mismo esta pregunta: ¿qué más hago cuando demuestro, que cuando razono, o pruebo una cosa? ¿En qué se diferencia la demostración de toda otra prueba? Consulté sobre este punto el Diccionario de Webster. Este habla de «cierta prueba»; «prueba fuera de la posibilidad de duda»; pero no podía yo formarme una idea de la clase de prueba que era ésta. Creía que muchas cosas eran probadas fuera de toda posibilidad de duda, sin adoptar el extraño proceder de razonar sobre una demostración, tal como yo la entiendo. Consulté sobre ello todos los diccionarios y libros de referencia que pude haber a la mano, sin mejor resultado. Era como