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diálogo con la impasibilidad del mártir que aguarda con alegría la muerte para descansar.

Los dos dirigíanse dulces miradas y lloraban amargamente.

Eran dos almas que se despedían en esto mundo para volverse á ver eternamente en el otro.

—¡Ea, perros, andad de prisa si no queréis que os rompa la crisma!—gritó con voz ronca uno de los franceses.

—¡Sí... ustedes son muy buenos y no me harán sufrir más! ¡Mátenme por favor!—exclamaba el infeliz viejo con voz que conmovía á una piedra.—¿No les da lástima ese pobre niño que viene arrastrándose, muriéndose?...

En efecto: la pobre criatura era víctima de una interna fiebre que lo consumía por momentos.

Parecía un espectro.

—Mejor seria que dejásemos á ese rapazuelo en libertad,—dijo el otro extranjero, que parecía haberle conmovido el estado del desgraciado joven;—pues la verdad es que está moribundo y no va á poder Hogar á Tarragona.

—El buen militar no debe enternecerse nunca, y tú parece que deshonras en este momento, con tu buen corazón, el uniforme que vistes,—respondió el que había llevado siempre la iniciativa de la crueldad, el que hacía andar á los prisioneros á fuerza de bayonetazos.

Después continuó:

— ¡Vaya, vaya! Basta de contemplaciones. ¡Adelante!

Y volvió á herir las espaldas de aquellos infelices.

—Compañero,—dijo el que defendía á éstos;—¿qué hacemos con esa pobre criatura?

—Ahora verás. ¡Es muy sencillo!

Y sin darme tiempo, no digo á prever, sino á evitar sus movimientos, descerrajó un tiro sobre el corazón del mártir.

Jamás me he considerado héroe, ni mucho menos; pero es lo cierto que en aquel momento no temía á la muerte ni á la catástrofe que acababa de presenciar.

Verdad es que el heroísmo, como hijo del momento y consecuencia de la inspiración, no reconoce clase ni sexo; razón por la cual suele encontrarse algunas veces en los cobardes y en las mujeres.

—¡Prosigue!—exclamó el que escuchaba absorto el relato.

—Pues bien: entonces no me pude contener: había presenciado una infamia, y mis sentimientos estallaron en un grito de suprema indignación.

Quise evitar á todo trance que se repitiese la misma escena con el venerable anciano.

Di un salto prodigioso, y, lanzándome sobre el soldado que había hecho fuego, le arrebaté el fusil por un movimiento brusco que aquél no pudo prevenir, y descargué sobre su cabeza tan fuerte golpe con la culata, que cayó al suelo sin darle tiempo á exhalar ni un gemido.

El otro extranjero, sorprendido por mi rápida acometida, y temeroso de seguir la misma suerte que su compañero, huyó precipitadamente hacia Tarragona.

¡Quedábamos libres!

Pero mis esfuerzos por salvar al pobre anciano fueron inútiles.

Casi al mismo tiempo que yo derribaba al el soldado, caía él exánime al suelo.

Al caer me lanzó una tierna mirada, como dándome gracias por mi acción.

Después comprendí la causa de su repentina muerte.

Y es que el prisionero pocos momentos antes asesinado á su vista era... ¡su hijo!!!

III


Aquel lance me costó una grave enfermedad, de la cual aun no he logrado reponerme, concluyó el joven, levantándose de su asiento, y todavía, cuando paso por este sitio después do la puesta del sol, te confieso que tengo que acelerar el paso, pues se me representa, con todos sus detalles, aquella horrorosa escena.

Poco después se despedían cariñosamente ambos amigos.

Habían llorado juntos.

Jamás olvidaron ninguno de los dos la aventura de el prisionero.


ANGEL COELLO DE TORRES


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LA C A T E D R A L DE L U X E M B U R G O



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