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LA ILUSTRACIÓN IBÉRICA 39 que fuere á que se dediquen. La aprensión de los viernes es una de las más absurdas ó injustificadas; porque en ese día murió el Señor se considera de funestos presagios y sin embargo, de aquella muerte arranca ntiestra redención, y esta luminosa innegable verdad desautoriza las ridiculas y erróneas supersticiones que los crédulos amparan. No enumeraré los insectos, flores y pájaros cuya sola presencia se considera que puede influir en nuestra suerte ó desgracia; ni detallaré los líquidos y clases de cristales que al verterse los primeros ó quebrarse los segundos alteran, según general creencia, nuestro destino, porque estas vulgaridades son del dominio de todo el mundo; señalaré como último detalle la ciega creencia que algunas personas conservan sobre el influjo de las monedas antiguas. Las pesetas de Carlos IH son consideradas como los talismanes del siglo; ellas procuran toda suerte de felicidades, todo linaje de dichas; muchas señoras llevan entre los dijes de sus pulseras alguna de las mencionadas monedas ú otra de oro que haya pertenecido á una persona afortunada. Con tan buena compañía se con- sideran llamadas á descubrir algún día otro tesoro de ITaria. Es incalculable el número de monedas taladradas ó pertenecientes al reinado de Carlos III que en la época de Navidad, par- ticularmente, se recogen en las administraciones de loterías. Los compradores fían tranquilamente en la eficacia de aquellas monedas; si la suerte no les es favorable el desencanto es doblemente sensible, pero borrada la primera impresión se espera otra Navidad para probar mejor fortuna y entre tanto van buscándose y recogiéndose nuevas monedas. Y ¿qué duda cabe? podrán las mencionadas monedas no tener gran eficacia para deparar la suerte á los que fían la suya á los juegos de azar, que juego de azar y no otra cosa es la lo- tería, pero es indudable que en el siglo actual dado el grado do ambición y positivismo á que hemos alcanzado, el oro y la plata son los más maravillosos amuletos.

Antonia Opisso.

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UNA Y NO MÁS

Por fortuna ha pasado su época. Me refiero á la época del álbum de versos. Hace algunos años, hasta las señoras de poco más ó menos se hallaban provistas de uno de MOMENTO DE PELIGRO ((irupo en bronce por Tomás Brocki esos voliímenes apaisados, en donde alternando con composiciones de literatos eminentes, figu- •faban renglones desiguales de poetas muy co- lipcidos en sus casas. ■^duardo pertenecía á estos últimos. Estu- diante de medicina, allá por el año 1864, vivía en la>oalle del Codo en una casa de huéspedes muy aweditada... de matar de hambre al infeliz que en ella buscaba alojamiento. Eduardo había nacido para poeta, según le habían dicho repetidas veces en su pueblo, — un pueblo de pesca, — el maestro de escuela, el se- reno y el sacristán, que eran tres funcionarios distintos y un solo hombre verdadero. Pero Eduardo, en la corte, era un tesoro es- condido y en vano trataba de conseguir por todos los medios imaginables que sus desahogos poéticos aparecieran en las columnas de los pe- riódicos. Esta contrariedad, lejos de curarle aquella monomanía de darse á conocer entre la gente de letras, servía para alentarlo más y más; pues, como solía decir á doña Mónica, — su patrona,— tenía por cierto, que la senda de la gloria está empedrada de desengaños y que nadie llega al templo de la inmortalidad sin sufrir amargas decepciones. Doña Mónica, que era la mujer más tonta del mundo, á pesar de sus cincuenta años, de sus cincuenta dolencias y de su incurable viudez, aún se creía capaz de inspirar amor ó cosa parecida; y encontrando muy aceptable á Eduar- do, empezó á distinguirlo entre los demás pupi- los y á pedirle con empeño que le leyera sus coplas, á lo que accedía gustosísimo el vate de la calle del Codo, alentado por las exageradas alabanzas de aqiiella~estantigua. Eduardo no sospechó, — ¡qué había de sospe- char! — el móvil de aquellos elogios. Los atribu- yó únicamente al mérito do sus versos, y más de una vez, al lamentarse la patrona de no ser rica para poder costearle la impresión de sus obras, la abrazó agradecido como si abi-azara á su abuela. Una tarde que Eduardo conversaba con doña Mónica, y se lamentaba, como solía hacerlo, de no encontrar quien le diera á conocer ante el público, le ocurrió á aquella nueva Mecenas una idea luminosísima. Recordó que entre los varios huéspedes que se le habían ido sin pagarle, se encontraba un poeta cuyas obras hacían furor entonces en los teatros de tercera categoría. A él apeló, y no en vano, doña Mónica, obteniendo en su primera entrevista, á cambio de olvidar la trasnochada deuda, formal promesa de presentar á Eduardo á varios periodistas amigos suyos. En otra visi- ta, que le hizo al día siguiente, consiguió más todavía; el autor dramático entregó á doña Mó- nica el álbum de cierta señorita, en cuyo libro ya había él puesto unos versos, encargándole que el joven Eduardo depositara en una de sus hojas las primicias de su inspiración. Cuando doña Mónica entregó el libro á su Imósped predilecto, le proporcionó indescriptible alegría; y acto seguido, el poeta en ciernes,