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Separóse Achmet de Fatmah para terminar precipitadamente y sin ruido los preparativos de marcha; enseguida la subió en el camello, desató el caballo y á todo correr se alejaron del aduar. El viejo les miraba con sus ojos muertos, y murmuraba cosas incomprensibles; y las man- chas negras del camello y del caballo 8e empe- queñecían á cada momento hasta disolverse en los arenales sin fin.

Achmet y Fatmah iban á celebrar sus bodas; el desierto escondía al mundo sus amores como la alcoba más recatada.

II


Corrían los amantes desalados por la llanura en busca del pozo rodeado de palmeras, primer albergue de sus amores. Sólo interrumpían la planicie montículas de arena, y á lejanas dis- tancias, osamentas de animales y de hombres, sobras de los banquetea en que el desierto roe caravanas enteras. Achmet y Fatmah se embe- becían en la mutua contemplación; atraídos uno á otro por las pupilas ardientes, por el rostro angustiado, mirábanse al fondo ele los ojos, con la impaciencia del viajero sediento que á la vista tiene la fuente rumorosa que ha de saciarle. Apenas empezó á clarear el día, cuando el sol a.somó fulgurante sin precederle el all)a, y los novios continuaban ensimismados su huida. Al fin exclamó ella con abandono: — ¡Estoy cansada! Achmet detuvo el caballo y puso pié á tierra. El camello se arrodilló y Fatmah se dejó caer en brazos de su amante. Sentáronse ambos en la arena; recostáronse en el vientre del ca- mello y dijo Achmet después de un silencio: — ¡Qué hermosa eres, mi dicha! ¡Qué dulce es el habla de tu boca! ¡Qué inefable es la mirada de tus ojos! ¡Tus labios son más sabrosos que los dátiles de Tafilete! ¡Tu cara morena es más esplendente que el sol que nos alumbra! |Tu cintura de leona es más airosa que la palma de Egipto! ¡Enrosca tus brazos en torno de mi cuello! ¡Deja que me cieguen las tinieblas de tus pupilas, hasta que llegue mi vista al fondo de estos abismos!... Volvió la cabeza, interrumpiéndose de golpe , y se puso en pié de un salto: adivinaba un peli- gro. Fijó la vista á lo lejos y maldijo á Dios. En el horizonte una nubecilla blanca flotaba, inmóvil. Eran los perseguidores. La fuga entonces fué desenfrenada, loca. Achmet clavaba las espuelas en los ijares de su caballo y se sentía arrastrado por una ira inmensa que encendía todo su cuerpo; vomitaba blasfemia.s en voz baja, y buscaba con los ex- traviados ojos algo que destrozar, alguna vida que arrancar de cuajo en la llanura desierta. Las miradas de los enamorados no se encontra- ban nunca; ella volvía convulsivamente la ca- beza hacia atrás, acongojada por el terror; él miraba adelante, con la cabeza baja y los pár- pados contraídos. Y el fondo de la escena se desenvolvía, eter- namente idéntico. El mar de arena se alargaba y el oasis nunca aparecía. — ¡Dame el odre, tengo sed! — dijo Achmet á Fatmah. — ¡No hay agua, me la he bebido toda! — res- |>ondió ella. Apenas percibida poco antes, la sed se hizo aguda y dolorosa, le resecaba el paladar y le daba una angustia incesante. Corrieron mucho • sin hablarse los amantes, hasta que el mozo vio los límites del horizonte limpios y rectos. Entonces el espíritu de Achmet volvió lenta- mente á la calma. — Fatmah, á la puesta del sol llegaremos al oaais; las yerbecillas nos disponen blando lecho, las palmeras nos saludarán con dulcísimos mur- murios, el pozo nos envolverá en la húmeda blandura de su aliento. ¡Un esfuerzo más, mi vida, que estamos á la puerta del Paraíso! — ¡No pue<Jo, Achmet, no puedo más! ¡Esta carrera me tiene rendida! Y Fatmah se dejó caer al suelo. Cuantas súplicas, cuantas exhortaciones, cuantas caricias le prodigó Achmet para ha- cerla continuar el viaje, mas era inútil. Alar- gada ella sobre la arena, abierta la boca, ja- deante el pecho abultado, cerrados los hermosos ojos no le oía; Aahmet lloraba, rugía, se aga- chaba sobi-e su amada, daba vueltas á su en- torno; perplejo, desesperado. Mediodía había pasado, y era ya seguro que iban á encontrarse solos, indefensos en el arenal cobijados por las tinieblas. Asi transcuriió la tarde, y el sol fué descen- diendo pausadamente. Las sombras del grupo se extendieron inmensas por el suelo, y Achmet vio de pronto proyectadas las figuras desccmu- nales del camello y del caballo pegados uno á otro por un terror inexplicable. Miró el sol y lo vio rasando la tierra, rojo, en medio de una ne- blina que ponía un nimbo de polvo de oro á su entorno. Achmet tiró con fuerza del brazo des- nudo de su amada, y á gritos le dijo: — ¡Fatmah... anda... la muerte... el simún... vamos, Fatmah... el simún! Ella nada respondió; solamente una sonrisa descorrió sus labios y mostró sus dientecillos blancos y unidos; una sonrisa descolorida, pa- ciente, reconocimiento de su impotencia ante la fatalidad. Un momento después el sol se había puesto y nacía á lo lejos un mugido creciente y espan- toso y una nube sangrienta se elevaba al cielo y se exparcía á todos los lados. El caballo y el camello se lanzaron hacía Oriente. — ¡Fatmah, despierta, levanta la cabeza! ¡Mí- rame! ¡Vamos á morir, pero mírame y habla! El mugido era un torrente ati-onador. Fatmah abrió los ojos. — ¡No puedo, Achmet, no puedo! ¡Déjame morir! Achmet se mesaba los cabellos, se mordía los labios, quería luchar aún enfurecido contra el Destino. Mas una montaña de arena avanzó majestuo- sa entre la música retumbante del huracán. Achmet acercó los labios á la boca de Fatmah y entonces la montaña les envolvió. Él, con el instinto repulsivo á la muerte, dio un salto, pero se cegaron sus ojos y cayó. El simún cu- brió de arena sus cuerpos separados. Las bodas se consumaron. A los pocos días una hiena olió sus cuerpos putrefactos y los de- voró. En el viaje de regreso á Mogador, Sidi Muza halló un montón de huesos pulidos. Enredado en unas vértebras había el saquito que Achmet había llevado al cuello y metidos en un cráneo los zarcillos de Fatmah. Eran ya los amantes dos en uno y uno en dos.

J. Miró Folguera.


Á ORILLAS DEL CANTÁBRICO

(FRAGMENTO DE UN POEMA INÉDITO)
Del Cantábrico mar hasta la orilla
que bate con sus olas de esmeraldas,
dorado por el alba que en él brilla
extiende un monte sus agrestes faldas,
cual verde cabellera,
que azota con sus ráfagas el viento,
que aquella muda soledad altera,
los árboles gigantes á su aliento
se ven allí flotar, mientras velera
la nave audaz hasta sus pies avanza
rompiendo el manto de la blanca bruma
para buscar un puerto de esperanza
tras de la roca que blanquea la espuma.
Al contemplar del sol á los reflejos,
¡qué de recuerdos á la mente acuden!
aquella inmensidad que allá á lo lejos
los vientos la revuelven y sacuden.
Sobro aquellii granítica montaña
do cambiantes do luz tan ricos flotan
que el agitado mar combate y baña
cuando las olas á sus pies rebotan,
se consorva on sus bosques virginales
la misma sencillez, la paz serena
que tuvieron en tiempos patriarcales,
su cumbre con el cielo se encadena
y hasta su manto azul parece toca,
su sombra sobro ol agua se dibuja
concluyendo su cima en una roca
igual que una pirámide en su aguja.
Allí prados de flores
donde la brisa sus aromas bebe
reflejan con sus múltiples colores
dondo oti'as voces se cuajó la nieve:
sus ¿úricos plumajes
ostenta el ave que su nido clava
en medio de los débiles ramajes
donde empieza su vida y donde acaba.
Sus árboles se cruzan y so enredan
las madre-selvas á sus viejos troncos
donde incrustados con los años quedan:
allí se oyen los roncos
zumbidos del enjambre
de abejas que en revuelto remolino
como acosados lobos por el hambre
buscan donde saciarla en su camino.
La luna con sus rayos macilentos
como ai'royo de plata que serpea
mecido por el soplo de los vientos
¡)arece que gotea
lluvia de perlas en la noclie oscura
que rompo con sus pálidos reflojos
ostentando á la faz de la espesura
una ilusión pintada por espejos.
La selva solitaria
nunca turbada por humana huella,
revelaba en su vida legendaria
la dulce calma aquella
que siguió con su mansión hospitalaria
á los primeros padres que exhalaron
allí de pena su primer suspiro
cuando del santo Edén los arrojaron.
Aquel dulce retiro,
el valle aquel que corta la montaña
y cierran de otras dos, las asperezas,
que el sol jamás con sus fulgores baña
ni penetra en sus bosques de malezas,
bajo el cóncavo centro de una roca
que cobijan encinas seculares,
una casita que en las ramas toca,
que reflejaran en su faz los mares
sino tuviera por detrás y enfrente
el escabroso y empinado monte
que cortando de ocaso hasta oriente
le cierra por do quier el horizonte
se levanta entre flores que las riega
un arroyuelo que con ellas juega.
En esa humilde casa que limita
ol bosque impenetrable en que se encierra,
que parece los restos de una ermita
quizás refugio ayer de aquella tierra,
el venerable anciano que la habita
ajeno de este mundo á los engaños,
que ostenta de su barba entre la nieve
el hondo padecer de largos anos,
con apagada voz y acento breve
llama i, una niña que á la puerta estaba
cuidando sus canarios y jilgueros
y la dijo con pena: — En tí pensaba.
— ¿Qué quieres, padre? — Escucha los postreros
consejos del que á tí tanto te quiere
antes que sucumbir en esta lucha...
— ¿Me vas á hacer llorar? — No, no te altere
la voz de la verdad. — Pues habla. — -Escucha.

A. Alcalde y Valladares.

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Á ELISA
¡Ay Elisa! ¡Qué mundo tan triste!
¡Qué triste y qué feo!
Cada día que pasa, parece
que más lo aborrezco.