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26 LA ILUSTRACIÓN IBÉRICA


sus adentros, pero no tan bajo que no percibiese algo la señora Bruna.—¿Qué mascullas hoy de zapatos?—preguntó ésta en tanto sacaba los naipes del cajón de la mesa.—Nada, señora, nada,—y la sirvienta enderezó sus pasos por angosta escalera que á los estrados conducía.

¡Pobre criatura! Tosía con frecuencia, era de complexión delicada y débil, tenía el pecho muy hundido, las mejillas muy pálidas y los pómulos muy salientes; apenas contaría trece años y estaba en esa edad crítica, en la que el ángel pierde sus alas y se trasforma en mujer. No se la podía llamar fea, aunque no pasaba de graciosa, bien que el mucho trabajo y la mucha miseria le robaban colores á su cara, fulgores á sus ojos, brillo á su pelo y redondez á sus formas, de ordinario se caía de sueño al terminar sus tareas; aquella noche subía Maruja las escaleras muy desvelada, con más seguros andares y un si es no es inquieta y febril. Las palabras de la mocosa de la hija de la señora Bruna, repercutían sin cesar en los oídos de Maruja, atronándole el tímpano con inusitado y constante machaqueo:

—Esta noche vendrán los Reyes á traerme un regalo, ¿verdad madre? Dejaré uno de mis zapatos en el balcón de la sala.

Así había dicho la niña al acostarse, y la idea del regio presente volvía loca á Maruja. Ya recordaba ella, ya, que el año anterior trajeron esos señores Magos á su amita, un enorme muñeco con una de rasos y seda que era lo que había que ver. Pues lo que es este año no se quedaba Maruja sin regalo. Descalzóse para que no sintieran sus pasos, concluyó de subir la escalera, atravesó sin ruido la sala, abrió el balcón que daba á la plaza, y, con cautela, como si de algo malo se tratase, dejó uno de sus recios borceguíes pegadito á la barandilla de verde madera del balcón. Luego desanduvo lo andado y se acostó. Pero un demonio cogió el sueño.

Hecha un ovillo y tiritando de frío permaneció insomne en la cama. Que cosa tan extraña, ¡no podía dormir! Y si cabeceaba se le ofrecían ante sus ojos lujosas cabalgatas y unos señores muy ricamente vestidos con unos criados de cara de cisco y unos camellos con no sé cuántas jorobas. Traían repletos sacos de juguetes y los colocaban sobre su cama, diciéndole los señorones: para ti. ¡Para ella!... Y al irlos á coger Maruja se despertaba. Poníase entonces á rezar para que los Reyes se acordasen de traerla algo, y murmuraba entre sus oraciones,—¡señor Dios, mándeme usía una muñeca que hable como la de la hija de la alcaldesa!—Así estuvo mucho tiempo; Dios sabe cuanto. Al cabo no pudo resistir más la tentación; se puso las medias y una falda, se cubrió los hombros con un pañuelo, y á obscuras, á tientas, con sigilosamente, temblando toda se salió de su alcoba y se encaminó á la sala, abriendo un poquito el balcón, lo suficiente para ver que allí estaban su zapato y el de su amita, pero vacíos.—¡Si no vendrán!...—pensó Maruja, con zozobra. Volvióse al lecho, tornó á sus rezos y á sus sueños y á despertar; no se oía en la casa ni el más pequeño ruido; debía de ser muy tarde. Otra vez comenzó á dar vueltas entre las sábanas y otra vez se vistió y otra vez se fué al balcón de la sala. ¡Cielo santo! El zapato de la amita tenía una muñeca con sobrefalda y rubios cabellos y un traje hermosísimo de raso. Pero el zapato de ella... en su zapato no había nada. ¡Dios mío! Habían llegado ya los Reyes por lo que se veía, y sin embargo, ni el más mínimo regalo en su borceguí!... ¡Sino se acordarían los Reyes de las niñas pobres!... Pero aquel señor Dios ¿en qué pensaba? Descorazonada y dando diente con diente se volvió á su cuarto. Tal vez no se fijaron en su borceguí, pero no había que perder la esperanza; puede que hicieran otra visita al pueblo. Dos veces más fué al balcón y dos veces más sufrió un nuevo desengaño. Tornó una tercera; era de madrugada y entonces se levantó iracunda y nerviosa; ya no rezaba, abrió el balcón; el borceguí continuaba vacío. Entróle muchísima rabia, llamóles tíos á los Reyes, y sin poderse contener, agarró la muñeca del zapato de su amita, la tomó con ternura entre sus brazos y escapó con ella á su dormitorio. Una vez en él le dio mil besos á la muñeca, la estiró el trajecito, la dijo cariñosamente pobrecita y... de pronto se echó á temblar llena de miedo.—¡Soy una ladrona!...—pensó... ¡Y su amo que era de justicia!... ¡Dios la que se iba á armar por la mañana. Se vio en la cárcel, en un calabozo muy obscuro y con muchos ratones. Lo mejor era volver la muñeca al balcón. Pero ¡dejarla, desposeerse de ella! ¡Nunca! Tomó una resolución desesperada; huir. Se arropó con un mantón, se puso unas chanclas viejas, bajó despaciosamente á la cocina, abrió con silencio el pórtico que siempre quedaba con solo el postillo, y sin soltar la muñeca de sus amores, dióse á correr por la plaza y se perdió por una calleja. Nevaba ¡cómo nevaba! Los copos impulsados por el aire le azotaban á Maruja la cara, cortándosela materialmente. Y el viento hacía música... por las encrucijadas, con un huo lastimero que asustaba. No podía seguir su camino con aquel viento y aquella madrugada. Entonces se refugió en el quicio de la primera puerta que halló, al paso, acurrucóse, murmuró tiritando,—¡pobrecita!... ¡Se me va á helar!...—Arropó bien á la muñeca, la dio un beso y se puso á cantarla un estribillo para que se durmiese. Seguía nevando.

= PUENTE DE BADAJOZ