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LA ILUSTRACIÓN IBÉRICA

Por cierto que los caseros han recibido ayer una lección... Ayer se inició un fuego en la plaza del Progreso; á consecuencia de haberse inflamado el hollín de una de las chimeneas de Cierta casa. El teniente alcalde del distrito, que acababa, sin duda, de leer la descripción del luego de Chamberí, no tenía humor para permitir más catástrofes, é impuso al dueño de la casa una multa por falta de deshollinamiento. Este propietario que no deshollina ha resultado ser nada menos que el ex-ministro D. Eugenio Montero Ríos... ¡Lancemos á la execración de las generaciones el nombre, ya famoso por otros mejores títulos, de aquel ilustre gallego!

Si es admirable que no ocurran más siniestros en las casas, lo es todavía más que no se incendien frecuentemente los teatros; donde el gas corre y serpentea por los cordones de goma entre los bastidores de tela y la madera barnizada; donde se disparan armas de fuego; y se encienden bengalas y árboles de pólvora... Algunas veces, cuando la escena se llena de luz y de humo, un espectador se levanta inquieto y gana la puerta por si acaso; mas el público aguarda sonriente á que estalle la voz clásica, terrible, de ¡Fuego! para morir allí, estrujado, pisoteado y carbonizado.

Verdad es que desde hace algunos años asiste a las representaciones en cada teatro una pareja de bomberos; lo cual hace de este cuerpo un gran plantel de autores dramáticos.

Al pensar en los horrores de un incendio en tierra firme, consideramos también que no es comparable al incendio de un barco; aquí el agua es otro peligro; el barco tiembla, chisporrotea, se consume; y los que buscan salvación en las olas sangrientas y fulgurantes del mar, se vuelven, bien pronto con esfuerzos angustiosos, el coger los restos inflamados de los maderos.

¡Cuántos acasos desventurados amenazan al hombre! ¡Y al mismo tiempo, que misteriosa y alta protección, la de nuestra vida, que se desliza decenas y decenas de años entre tantos peligros mortales!

Siento que la actualidad haya impuesto á mi carta de hoy un asunto tan lúgubre; pero él refleja la preocupación de Madrid... Acaso más adelante,—mi querida prima,—el incendio sea también la preocupación de Europa; si guerra se impone. El Incendio sigue á la Guerra.

Un rey de la Edad media, decía: «La guerra es el incendio.» Y en efecto, cuando una tropa huye de un pueblo perseguida por otra, le incendia para detener á sus perseguidores; cuando tiene que abandonar campos llenos de fruto, los incendia para que su enemigo perezca de hambre. Por donde los ejércitos de Tamerlan habían pasado, ni se oía el ladrido de un perro, ni el canto de un pájaro, ni el llanto de un niño... ¡En inmensa llanura, sólo humeaban los tizones de los pueblos!

Termino aquí esta carta, verdaderamente combustible; y ojalá,—prima,—que la próxima semana me ofrezca un tema digno de tu corazón; que solo se complace en lo que es bueno.

Tuyo,

FERNANFLOR


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LA CASA DE PEDRO LÓPEZ


(CONTINUACIÓN)

Al propio tiempo ajó la fotografía, arrojándola con desdén sobre el arroyo.

—Chica, yo no vuelvo á esta casa, — profirió la compañera.

—¡Otra! ¡Ni yo! — replicó la del retrato.

Y ambas desaparecieron á lo largo de la calle, entre sonoras risotadas, codeando, cabeceando y sonándoles á monedas los bolsillos de las faldas.

Con filosófica conmiseración contemplaba la fotografía desdeñada, cuya varonil imagen á su vez parecía mirarme desde el suelo, cuando acertó á pasar un carro y la arrastró, aplastada, informe, bajo el lodo de su rueda.

Entibiando este incidente mi deseo de tomar la casa, iba á alejarme.

De pronto gritó una voz desde el fondo del portal:

— ¿Quería V. ver el cuarto, señorito?

Una mujer alta, delgada, pálida, vestida de negro, apareció en el largo pasadizo que comunicaba con el patio. Había en su semblante una amalgama do bondad y truhanería, que no pudo menos do llamarme la atención, y respondí:

—¿Es V. la portera?

— Para servir á usted.

— -Pero ¿y la portería?...

— La tengo en la prendería de al lado, que por la parte de atrás conduce al patio...

— Comprendido.

— Conque, si V. quiere ver el cuarto...

— No siendo molestia...

— -Nada de eso. ¿A qué está una? Suba usted.

Ella delante, yo detrás, echamos á andar escalera arriba. Al llegar al segundo tramo, oí el golpe de una puerta que se cerraba, en seguida ruido de tacones sobre los peldaños, y en el próximo rellano, un señorito pasó, sin vernos, junto á nosotros, dándose aires de don Juan y tatareando una canción obscena.

Era el original del retrato escarnecido.


II


— Decía Y. que renta el cuarto...

— Once duros.

— Si lo dieran en diez...

— No tengo esa orden. Pero, en fin, vea usted al amo.

— ¿Dónde se le ve?

— Para poco en casa; en el teatro, en el café de Lisboa...

— Alegre vida lleva el amo.

— ¿Qué quiere usted? Cada uno tiene su modo de matar pulgas.

— Con franqueza, el cuarto no me disgustará, si efectúan en él algunas mejoras.

—A la vista están los operarios.

—Con todo, aparte del precio, tengo otra razón más poderosa para tentarme la ropa antes de tomarlo.

—Usted dirá.

—He visto salir á dos mujeres...

—¡Ya! No siga usted; se trata de la inquilina del segundo, que se nos ha entrado por sorpresa y la hemos despedido. Desocupa el cuarto á fin de mes, en cuanto consuma la fianza.

—De suerte que los vecinos...

—Son de lo más tranquilo de Madrid.

—Ya digo, no siendo en diez duros... y me corro en dos; no puedo dar más que ocho.

—Vea V. al amo, ó si quiere V. le veré yo.

—¿Cuándo termina el mes?

—Faltan ocho días; para entonces habrán concluido los operarios, y el cuarto quedará en disposición de ser habitado.

—Pues bien, mañana ve V. al amo, pasado vuelvo yo por la contestación, y si ésta es favorable, no hay más que hablar.

—Corriente... Mire V., sentiría que no nos arregláramos, porque tiene V. un aire, y una cara... Me parece V. una persona formal; en fin, me ha petado usted.

—Muchas gracias.

—No las merece.

—Conque, entendidos ¿verdad?

—¡Ya lo creo!

—Contando con que la del segundo.

—Por supuesto.

—Pues hasta pasado mañana.

—Hasta cuando V. quiera, señorito.

La de aquella tarde fué la peor comida de cuantas verifiqué en la casa de huéspedes; dos de éstos, por si era ó no era Catalina buen autor, por si Gayarre cantaba ó no cantaba con más arte que Masini, atronando el comedor, se dijeron mil picardías; volcaron tres copas llenas de vino; rompieron una fuente; y la criada, que en otra servía un guiso, fué á chocar de un codazo contra la repisa de la chimenea, vertiendo el contenido de aquélla sobre la levita de un comensal. Nos quedamos sin principio. Yo me retiré á mi habitación, mohíno y enfurruñado, diciendo entre dientes:

— Aunque no lo bajen , mañana tomo el cuarto.

(Se continuará.)

Juan Tomás Salvany.

EL DOMINÓ (Cuadro de Frankr Bramle.)