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LA ILUSTRACIÓN IBÉRICA 11


Examinando fijamente su rostro, advertíase, sin embargo, cierta dureza en su mirada que sobre hacerle muy poco simpático contrastaba notablemente con la sonrisa estereotipada en sus labios.

Esto no lo observaban todos, pero todos con- venían en que Manolito era muy listo. «¡Oh! — decía uno, — se pierde de vista.» «¡Puf! — exclamaba otro, — bien decía su tío, ese muchacho llegará donde llegan pocos.» «¡Qué hombre!» — gritaba éste, — «Eso es saber vivir,» — vociferaba él otro, y así por ese estilo mismo hablaban todos, siendo de notar que nadie elogiaba más que su travesura, su audacia, su inteligencia; nadie habló nunca de su probidad, de su honradez, de su lealtad; veíase que se le admiraba, pero no se conocía que se le estimase; tenía cortesanos; pero no tenía amigos.

La casualidad hizo que en cierta ocasión Manolito y yo fuésemos compañeros de mesa y de carruaje durante algunas horas; ambos habíamos sido invita- dos á una solemnidad cívico-religiosa y como nos conocíamos mucho de vista y como teníamos amigos comunes y relaciones comunes también, cruzamos algunas palabras. Confieso, francamente, que le hablé con temor al principio; al lado de aquel prodigio de la habilidad humana, cerca de aquella inteligencia asombrosa, de aquella naturaleza privilegiadísima, yo pobre ser vulgarísimo y adocenado temía cometer cuatrocientas torpezas á cada minuto y no decir una palabra que no fuese un dislate; calcúlese cual sería mi asombro al comprender muy luego que Manolito era hombre de instrucción muy escasa; que nada sabía, de nada; que las ciencias como las artes, la geografía como la historia, la filosofía como la política eran para él cosas en absoluto y por completo desconocidas. Que, sin ser idiota ni mucho menos, discurría sin gran lucidez; que no tenía noción de industria alguna, ni de oficio, ni de trabajo de ninguna clase; y que sus opiniones, — en las pocas cosas acerca de las cuales él tenía opinión, — eran vulgarísimas y ramplonas. Ni en hacienda, ni en política, ni en economía, ni en nada, pudo verle un poco elevado, un tanto digno de su fama. Confieso que fué para mí verdadero desencanto; el desencanto de quien creyendo encontrarse en una ciudad rica y populosa, se hallase de pronto en un pueblecillo viejo y deshabitado.

No hace muchos días, estábamos en el teatro de la Princesa mi amigo Pepe González y yo, cuando en el palco platea próximo á las butacas que ocupábamos mi amigo y yo, entró Manolito: saludóme afectuosamente con la mano, amén de dirigirme la cariñosa sonrisa de siempre.

— ¿Conoces á Manolito? — preguntó mi amigo Pepe, como si se sorprendiese de verme tan relacionado.

— Sí, — contesté.

— ¡Qué hombre más listo! — dijo. — ¡Negocio que él deja, cualquiera va á tomarlo!

— Pero, ¿tú crees, — le dije yo, — que en efecto, Manolito es una inteligencia privilegiada?

— Estoy seguro, — replicó Pepe, muy asombrado de que existiese un mortal suficientemente mentecato para discutir eso.

— Pero, ¿en qué te fundas?

— En que todos lo dicen, primeramente; y después en lo que yo sé de su vida.

— Loado sea Dios; voy á saber algo de Manolito. Hombre, haz el favor do decirme lo que sepas de sus conquistas, de sus descubrimientos, de sus obras, en fin, de lo que revela su talento del que tanto se habla y que tan pocos prueban.

— En primer lugar, Manolito era pobre hace tres años; hoy es uno de nuestros banqueros más acaudalados: este solo hecho bastará para probar que tiene inteligencia privilegiada; Bretón de los Herreros lo dijo:

El que sabe hacerse rico
tiene sobrado talento.

— Bretón no ha dicho semejante cosa; eso lo puso en boca de uno de los personajes de su teatro; personaje muy grotesco por cierto.

— Bueno, pues, grotesco ó no, yo pienso como

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FELIPE IV (Retrato de Velázquez)


ese personaje. Quien en poco más de tres años, ha sabido hacer una fortuna, es un genio, y vale por una docena de sabios y por muchos centenares de literatos como tú.

— Hombre, según cómo haga la fortuna.

— Hágala como la hiciera. ¿Quieres decir que pudo haberla hecho robando? Pues, aun así, tiene mérito; no todos los ladrones son millonarios, ni arrastran coche, ni tienen abono en el teatro; los ladrones vulgares viven en la miseria; rodeados de privaciones y de peligros, perseguidos constantemente por la justicia, muchos acaban sus días en presidio.

— Pero hombre...

— Bien, esto es una exageración, porque Manolito es un muchacho muy listo, travieso como nadie, aprovechado como pocos, osado, audaz, inteligente... si yo te contase algún rasgo de su vida...

— Pues hombre, si no deseo otra cosa.

— Pues verás; aún era muy niño, cuando hizo esta travesura. Su padre, que estaba en una posición desahogada sí, pero modesta, le daba todos los domingos un duro para que atendiera á su gasto de muchacho durante la semana.

Con ese duro solía el ganar diez ó doce ó más jugando á la treinta y una y al punto en un billar inmediato á su casa. En cierta ocasión la suerte le fué adversa y perdió «su duro;» ¿crees que se apuró por eso? Pues, no señor; hizo creer al padre que se le había quedado sobre la mesa del despacho, y le sacó otro y después logró sacar otro á su madre, y otro á cada una de sus hermanas casadas y otro á su hermano mayor y otro á la doncella de su casa y no sé cuantos más; á cada uno le dijo que el próximo domingo le pagaría con el duro que había de entregarle su padre, pero á la semana siguiente llamó á concurso á todos los acreedores y les. dijo que siendo ellos muchos y el duro uno solo, optaba por quedarse con él y dejar iguales á todos.

— Hombre ¡qué gracia!

— Vaya si la tiene; advierte que eso lo hizo á los doce años.

— Pues promete.

— Ya joven, como él es guapo y simpático, fué á Zaragoza y enamoró á la mujer de su tío, y estuvo en muy poco que no le birlase á la hija, con quien estuvo á punto de fugarse, y de quien, según malas lenguas, había logrado ya cuanto puede lograrse; aunque él aspirase á conseguir la dote. Esto no lo consiguió, pero sacó á su tío, á cambio de no divulgar lo ocurrido, doce mil duros, con que ha concluido su carrera.

— Lo cual habrá sido, estoy seguro de ello, digna de tales comienzos. No necesito saber más; ese á quien llamas listo, es sencillamente un canalla. Aceptado el procedimiento, no hay hombre que no pudiera y no supiera ser listo. Arrojando como fardo inútil la vergüenza, la honra, la decencia, la probidad, la consideración á los demás y la estimación propia, no hay nadie que no pueda ser listo como Manolito.

Pepe me miró asombrado, como sino acabase de entender lo que yo le decía.

Yo desde entonces evito encontrarme con Manolito, á quien no pienso volver á saludar en mi vida y siempre que de alguno oigo decir que es muy listo, confieso á Vdes. que le tengo por un tunante.

A. SÁNCHEZ PÉREZ.
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LO ABSURDO
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Absurdo significa, según opiniones de Littré y Larousse, lo que, procedente de la sordera, engendra un quid pro quo ininteligible. Lo inconcebible, lo que el espíritu no puede pensar, es, en último término, lo contradictorio. Lógicamente, lo absurdo expresa el límite ó extremo del diámetro del mundo inteligible. Son, en efecto, los principios ó categorías de la identidad (A = A) y de la contradicción (A es la misma cosa que no A) las leyes que rigen el proceso y desarrollo de nuestro pensamiento, más allá de las cuales no so concibe ni la existencia concreta de nuestras percepciones, pues aun desviada la inteligencia de sus propias leyes, otra vez se rige en tales desviaciones, según una ley, imponiéndose el orden en medio del desorden ó siguiendo el pensamiento una lógica en el fondo tan inflexible en el error como en la verdad.

El límite infranqueable de la lógica del error, en medio de su posible sistematización, está representado por el absurdo.

El sentido común suele precipitadamente identificar el absurdo con lo que de momento no se entiende ó no se explica y llega á restringir su alcance á lo que no se concibe, dado el esta- do habitual de la experiencia. En primer lugar, conviene advertir que la experiencia no puede ser criterio para discernir lo absurdo do lo que no lo es, pues acontece muy frecuentemente que lo que para un estado de experiencia puede aparecer como absurdo, deje de serlo para un estado subsiguiente. Así sucede, por ejemplo, para la experiencia del hombre inculto que resulta absurdo que se mueva la tierra, porque desconoce la manera de interpre-