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LA CASA DE UN MINISTRO.

BOCETO.

La casa de un ministro es á primera vista una mansión donde ia abundancia y la felicidad han tomado carta de naturaleza. Allí solo debe escuchar el amo de la casa lisonjas y enhorabuenas; los obsequios mas ó menos espléndidos deben ser las repelidas muestras de agradecimiento con que los favorecidos por el ministro enriquecen su despensa y llenan de objetos de mérito sus salones. Aquella mansión en lin parece un templo del poder donde solo hallan un lugar los afortunados, donde se encuentra la realización de muchas suspiradas esperanzas, donde tienen importancia y gran influencia hasta los porteros y lacayos. •

Mucho de esto es tal como parece; sin embargo, en la casa del ministro hay también amarguras, compromisos y tan graves peripecias que con razón podría esclamar S. E. en muchas ocasiones, parodiando á Sancho:

—Si buena cartera me dan, buenas desazones me cuesta.

Vamos á trazar ligeramente algunas escenas domésticas que ticneu lugar en la casa de un afortunado mortal que logra ascender á la secretaria de un ministerio.

—Venancio, dice la señora, ó sea la esposa del aludido. Se ha resuelto ya la crisis?

—Sí, hija mía. Va soy ministro, buen trabajo y buenos discursos me ha costado; pero en verdad yo soy necesario para salvar la situación. (Porque todo nuevo ministro aun • que sea un zoquete se cree indispensable y único para el desempeño del nuevo empleo). Ahora, continúa, me propongo hacer grandes mejoras en mi departamento: Lo primero....

—Lo primero, dice la señora interrumpiendo á su marido, es colocar á Pepito, ya sabes.... es preciso que sea goberuador.

—Eso por supuesto, ya maudé eslender su credencial.

—Mi primo también necesita un ascenso.... el pobre no gana boy mas que diez mil reales y ahora debes hacerle auxiliar aunque no sea mas que con treinta mil.

—No tengas cuidado, me he propuesto ser muy severo en esto de dar y quitar destinos; pero no por eso desatenderé á la familia y á los amigos, sobre todo á mis electores siquiera porque me dejen en paz.

—Bien, bien; qué contenta estoy, exclama llena de gozo la señora. Ahora es preciso que arreglemos la casa; porque nuestra clase.... nuestra posición.... tendré nos que recibir á muchos personajes, y ya ves que estos muebles no son decorosos....

—Mañana haremos venir al tapicero y al mueblista, verdad es que estamos algo atrasados, pero no hay otro remedio.

—Y el caso es que tenia que hacerte otras peticiones. Es preciso, Venancio, que consideres que yo soy la esposa del ministro y que no puedo presentarme en público de cualquier manera. Yo necesito hacerme de algunos trages, tomar un abono en el teatro de la ópera, y pasear por la castellana en una elegante carretela.

—¿A dónde vas á parar? Basta, basta, mujer; no prosigas y considera que todo no puede hacerse en un día.

—Para eso te han nombrado ministro. Yo necesito todo lo que le ln dicho y ten en cuenta que te hablo solo de lo preciso, de lo absolutamente indispensable.

Aquí D. Vmancio hace un gesto de impaciencia y no contedla á su cara mitad; porque un criado anuncia que unas señoras desean ver á S. E. y que aguardan en la sala.

Nuestro hombre entonces con el semblante benévolo acude á recibir las felicitaciones no sólo de aquellas amables señoras, sino de otros varios personajes á quienes conoce desde hace muchos años; aunque jamás le visitaron ni se mostraron con él tan afectuoso.

Los cumplimientos, las muestras reciprocas de satisfacción, las alabanzas de todo género se repiten en aquellas visitas y hacen exclamar al D. Venancio luego que se halla sólo.

—No hay duda, el país está muy satisfecho de mi nombramiento. Yo, la Verdad, no creí que era un hombre de tanto talento ni que poseía tantas dotes de gobierno; pero to los me lo dicen y no puedo creer que todos me engañen.

Y dirigiéndose á un joven que era un escribiente y ya se titula secretario del ministro le entrega un legajo de papeles donde los visitantes han escrito diferentes notas relativas á peticiones de empleos, ascensos y prebendas que no puede negar S. E. á aquellas personas tan cumplidas que tan buen juicio han formado de su capacidad y consecuencia política (salvos algunos cambios de casaca que las fuerzas de las circunstancias le obligaron á hacer en determinados períodos).

Mucho molestan al nuevo ministro las exigencias de sus amigos. Aun no han transcurrido dos dias después de su nombramiento y ya tiene en su poder solicitudes bastantes para ocupar todos los destinos de la secretaria y los de las direcciones y dependencias de un ministerio. Pero esto ¿qué importa, si á cambio de tantas y tan impertinentes pretensiones, va confirmándose mas en los alcances de su talento piramidal y recogiendo los triunfos de su popularidad inmensa?

Por ambicioso que un hombre sea, en tales momentos se cree feliz y con poder bastante para atar la rueda de la fortuna y eternizarse en la poltrona ministerial con el beneplácito de los pueblos.

Pero ¡ay! un criado indiscreto entra en el despacho de S. E. y tiene la desgracia de entregarle un periódico que no sabe quien lo ha traido á la casa.

D. Venancio lo toma con avidez, desea conocer la opinión de la prensa respecto á su nombramiento, mas al fijar los ojos en aquel malhadado papel se queda corrido, mustio y estupefacto, como si un dardo emponzoñado hubiese herido su corazón.

Verdaderamente el papel que con dañado intento se ha remitido á la casa del ministro, contiene la caricatura de este eminente personaje. y él se mira en ella y se desespera. Pero no es esto sólo, la caricatura pone de relieve sus defectos corporales, patentiza su calva, y ridiculiza sus posturas, su hinchazón y vanidad y hasta declara con exageración las imperfecciones de sus pies y la vulgaridad de su figura.

D. Venancio no puede resistir al deseo de leer aquel periódico en el que halla consignada su historia política, y donde ve que están muy de relieve sus inconsecuencias, sus evoluciones mas desdichadas, y por último, donde lee un juicio durísimo de sus primeros actos ministeriales.

Aquí nuestro héroe rompe el papel lleno de cólera y poseído de un endiablado humor, reprende á su secretario y aturde con sus voces á los criados que no aciertan á comprender qué mala yerba ha pisado su señor.

En tales instantes D. Venancio es el ministro basta para su mujer, su aire de superioridad asusta á todos los habitantes de la casa. El tio de S. E. que ha venido á Madrid á pretender y vive con su sobrino, no se atreve á preguntarle la causa de su disgusto, y otros mil parientes de la señora que con igual objeto se hallan en la sala, guardan un silencio sepulcral al oir desde el sitio en que se hallan las descompasadas voces del sol de la casa, anublado por les impertinencias de cuatro periodistas malévolos.

Han pasado algunos dias después del nombramiento de don Venancio para el alto puesto que ocupa. Su casa es un verdadero jubileo, al que asisten gentes de todas clases y condiciones. Si el lector acudiese por espacio de un cuarto de hora al recibimiento ó antesala de la casa hallaría ocasión de conocer á los que se van presentando on el deseo de ver á S. E.

Allí van los cesantes, aquellos á quienes el buen don Venancio puso de patitas en la calle, para dar cabida en sus destinos á los recomendados de fulanito y zutanilo; los infelices en vano pretenden obligar al ministro á que deshaga lo hecho, pues regularmente no suelen ser recibidos por S. E. y cuando consiguen hablarle apenas recobran una efímera esperanza de reposición que bien pronto se convierte en un funesto desengaño.

Con semblante mas placentero acuden á visitar á don Venancio y á su señora los que en otras épocas se llamaron amigos de la familia. Cada uno de ellos lleva formulada su pretensión y cuenta ya con su credencial acomodada á su deseo, la cual mandará estender el ministro inmediatamente aunque el que ocupo la pretendida plaza sea un empleado inteligente, trabajador y padre de familia.

Muchos de estos amigos pasan de la antesala* y penetran con aire de triunfo hasta la alcoba donde S. E. se corta los callos ó se dispone á tomar un pocillo de chocolate.

No hay objeto raro, colección de fieras, ni espectáculo ameno que inspire mayor curiosidad que la persona de un ministro; por eso todos desean verle y hablarle, siendo bajo este punto de vista un ser desgraciado condenado á tener visitas á todas las horas del dia, y á estar rodeado de pretendientes mas ó menos encubiertos desde el momento en que se levanta de la cama hasta cuando el sueño le rinde y le ofrece el dulce reposo que tanto necesita.

Ayer la casa del ministro era solo frecuentada por inedia docena de personas: cuando á D. Venancio le dolían las muchas y desesperado se golpeaba contra la pared; cuando algún dia le faltaron tres pesetas para enviar á la compra á la criada y tuvo que empeñar el reloj, cuando aun nuestro héroe no había aturdido al mundo con el torrente de su elocuencia, nadie se cuidaba de su salud, ni de sus apuros, ni

de su oscurecida personalidad. Pero don Venancio, hombre de la situación y ministro, se ve acometido de una ligerísima indisposición, entonces todos se interesan por su salud, y no bastando tres criados para dar razón á las gentes de los progresos del constipado ó de la jaqueca de S. E. se ven en la necesidad de escribir á la puerta de la casa y aun de decir en los periódicos.

«S. E. sigue mas aliviado, anoche durmió, tomó caldo y se volvió á dormir. Los médicos que no se apartan del lecho del enfermo aseguran que su restablecimiento será rápido.»

Este anuncio se repite de boca en boca y calma la ansiedad de los que desean con afán su mejoría, para que vuelva á ocuparse de sus respectivas pretensiones, y acaso desespera á tal ó cual personaje á quien se designa en los circulos políticos para desempeñar la cartera que dejaría vacante don Venancio en caso de una desgracia.

Pero acaso el destino ha dispuesto que nuestro hombre muera olvidado quizás en un rincón de una provincia.

Muchas y muy singulares son las escenas de familia que tienen lugar en la casa de un ministro; muchas son las desazones que á este le atormentan cuando los desengaños van destruyendo sus ilusiones, y grandes las tempestades que en el hogar doméstico producen las luchas parlamentarias, las votaciones perdidas y las crisis ministeriales. Todos estos acontecimientos tienen eco en el seno de la familia, y constituyen una série de situaciones cómicas que pueden dar lugar á muy prolijos artículos y á filosóficas consideraciones, en las que siempre aparecerán de relieve las flaquezas y el oropel con que se viste la humanidad para dar culto al interés y servir á su egoísmo y á su soberbia.


ALBUM POETICO.

AMOR ETERNO.

¡Carta luya!...—¡oh bondad!—¡y en ella leo
que le acuerdas de mi!...—¡Pues ya lo creo!
¿Cómo olvidar al que te quiso bien,
y siempre digo Amen á tu deseo,
y luego á tu perjurio dijo: Amen?

Dices que me amas menos, vida mia...
¿Lo ves? ¡El tiempo calma las pasiones!
En cambio... sigue el mismo todavía
aquel mi amor sin celos ni ilusiones,
que tan glacial ayer te parecía.

¡Eres tan linda! ..Y, aunque no lo fueras...
¡eres tan tierna, plácida y graciosa,
que, bagas, digas ó pienses lo que quieras,
nunca te faltará este amor... en prosa,
que no creyó en tus lágrimas primeras!

No me lo dices lú; pero me han dicho
que tienes otro amor...—Seré sincero:
¡no eres de eso capaz!—Por lo que infiero
que tu supuesto amor será un capricho,
que pasará... como pasó el primero.

Y un estúpi lo déspota seria
quien pretendiese hacer de lí su esposa
ó vincular tu voluntad un dia... ¡
El que te quiera ver siempre dichosa ,
déjete en libertad, como yo hacia!

Tú eres, mi bien (confiesa que soy justo),
demasiada mujer para un mortal,
y el que tratara de fijar gusto,
dormiría en el lecho de Procusto,—
incómodo á mi ver para nupcial.

Por eso no le amé como pedias,
ni lú me quieres ya como pensabas;
y por eso repito, aunque te rias,
que si mañana con el otro acabas,
en mí tienes... al mismo que tenias.

Con que más no te ocurra ya quejarte
de mi tibieza y lentitud de ayer;
pues, si hubiera yo dado en adorarte...
hoy, que vas con la música á otra parte,
me veria...—¡figúrate, mujer!

¡Lágrimas de despecho y amargura,
celoso, miserable derramara...