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badas, si bien otras hallaron formalísima resistencia en dos ó tres hijos de la corona de Aragón allí presentes, y en todos los andaluces, que bien serian la mitad de cuantos le escuchaban.

—No crei fuera necesario dar ciertos pormenores sobre el caso,—dijo el veterano,—mas veo no hay remedio, y fuerza será advertirles a ustedes, que al hablar del soldado, no trato ahora del hombre personalmente animoso o cobarde, luido tan solo del hijo de España que mejores calidades reúne para el valor disciplinado que, si ustedes me.apuran, muy poco ó nada tiene que ver con el valor personal...

Aquí entró el buen veterano en pormenores, hijos de su larga esperiencia, y tales fueron y con tal claridad expuestos, que lodos los oyentes acabaron por decir tenia razón.

—Además, añadió, referiré un caso que prueba cuan á propósito es el carácter gallego para la milicia, y á bien que si de un vizcaíno se tratase, constaría su nombre en letras de oro en la Diputación de Bilbao ó en el Salón de Juntas de Guernica. El veterano refirió entonces lo que vamos á contar al lector.

II.

El héroe es, en efecto, desconocido. Por lo menos, cuanto se hizo después por averiguar su nombre, fue en vano.

Guarnecia un batallón de infantería de linea a Castro Urdiles por los años de 1837, á tiempo que la guerra civil señoreaba gran parte de nuestra hermosa costa de Cántabria.

Acababan de llegar varios quintos de lo interior, y uno de ellos tan solo, era gallego. Cómo aquel hijo de los Suevos había ido á parar al batallón de Castro Urdíales, cosa es que la historia calla, no sin mostrarse maravillada de ver aquel pobre mozo estravíado en medio de oíros de diversas provincias. Ello fue, que llegó ya al batallón, sin mas apellido que el de el galleguiño, y así fué llamado siempre. Comenzó como solían toilos sus paisanos, esto es, mostrándose no poco afligido y hablando á menudo de la sua térra con lágrimas en los ojos. Al cabo, viendo que los aragoneses le despedían con cajas mas destempladas, los valencianos le decían ché, los andaluces zeñoritu, como si fuese asturiano que son los que truecan la o final en u, los manchegos le engañaban y los castellanos viejos se reían de él, fue poco á poco cruzándose de su morriña, y si bien tardó mas que ninguno en aprender el ejercicio, cuando le supo, á todos aventajó.

En la guerra un mes vale por un año de paz. A los tres meses el imberbe galleguiño comenzaba ya á tener cierto porte militar que sus compañeros habían adquirido en quince dias, pero con la diferencia, que en estos recordaba siempre el morrión ladeado, el pañuelo de los hijos del Ebro ó el caliñés de los del Guadalquivir, mientras en el hijo de Galicia el cambio iba siendo, como al presente diríamos, radical. El paisano de tierra de Santiago iba borrándose del todo, dejando en su lugar al soldado.

Nada de esto pasaba sin recaídas, pues á lo mejor, nuestro galleguiño sacaba del pecho menuda imagen de plata del apóstol Santiago, que él decía le había puesto al cuello su madre, para que le líbrase de todo mal, aunque los compañeros juraban y perjuraban que el Santiaguito parecía regalo de novia. Fuera ó no verdad, ello era que el buen hijo de Galicia comenzaba por reírse, y cuando no tenia fuerzas para mas, se levantaba, apartándose cuanto podía de sus compañeros. A menudo le hallaron estos llorando, lo cual los hizo reír á costa del galleguiño. En resolución, el hombre ó muere ó se hace á todo, y nuestro héroe iba de día en día mostrando mejores calidades.

Dócil y cuidadoso de su ropa y armas cual ninguno, el que tan alicaído había llegado al batallón, era al presente modelo de aseo y disciplina.

—Todo va bien hasta que oigamos las balas,—decian los compañeros, no sin cierta envidia de que aquel, mirado por ellos poco antes, con soberano desden, estuviese ya indicado para cabo. Fuéralo desde luego, pues sabia leer y escribir, cosa tan frecuente en Galicia, como rara en otras provincias, pero su torpeza en aprender el manejo del arma primero, y el poco ánimo que demostraba, estorbaron su ascenso.

Nada habia ya que echar en cara á nuestro galleguiño, salvo las horas que solía pasarse tarareando la muñeira, después de las cuales permanecía otras tantas de tal suerte ensimismado, que sus compañeros se reían y esclamaban al verle:

—¡Ya le ha entrado la morriña!

Por último, llegó el caso de oir las balas. Los carlistas so habían presentado á la vista de la población, y fue necesario salir á afrontarles. Hubo combate, y en una embestida que los chapelchuris (boinas blancas) vizcaínos dieron á los defensores de Castro, mas de un valentón de los que ponían en duda el ánimo de nuestro hijo de Galicia, se dió á huir sin temor de Dios, creyendo acaso, que todos los chapelchuris eran sargentos primeros, mientras firme en su puesto el galleguiño, siguió disparando el arma, hasta la llegada de la reserva, que mantuvo la posición por las tropas del Gobierno.

III.

El combate, parecido en esto á tantos oíros de nuestra desventurada guerra civil, habia costado la vida á no pocos valientes-españoles sin resultado decisivo, pero como ya iba siendo noche, y se temía intentaran los vizcaínos alguna sorpresa, quedaron varías avanzadas en derredor de la población, entrando en es la únicamente parle de la fuerza.

El galleguiño, grandemente elogiado por el capitan de su compañía, recibió la promesa de hacerle cabo en la primera vacante, pues aunque habia muerto uno, ocupó su puesto el que con mas prisa echó á correr, cuando el fuego hacia Castro-Urdíales, dando vivas y mueras, y diciendo que los facciosos estaban derrotados. No era verdad todavía, pero el galleguiño creyó cumplir siguiendo en su puesto, mientras el compañero lograba con los pulmones lo que con el corazón no habría merecido jamás...

Siguió, pues, nuestro héroe de soldado raso. Llovía y venteaba aquella noche cual suele hacerla en el mes de noviembre, (que á la sazón corría) por la costa de Cantabria. En pequeño rellano,rodeado de robles y vestido el suelo de helécho y corgoma, ardía la hoguera que una avanzada acababa de encender. De aquella avanzada formaba parle el galleguiño.

No estaba la noche para bromas, ni tampoco se sabia qué era de los vizcaínos, mas con todo, aun hallaron los compañeros del hijo de Galicia que éste parecía mustio como las hojas de los robles, que el viento sacudía sobre la hoguera.

—Es porque no le han hecho cabo, decía uno.

—En verdad, que mejor lo merecía que el cobardon de...

—Yá, como entró en Castro, dando voces....

—Justo, aquí al que mas grita, mas le dan; no al que mas vale.

—Vamos galleguiño, ¡ánimo! que hoy has estado valiente de veras, y aunque no haya en este mundo justicia por vida de y por la tierra del Pan y del Vino que me ha visto nacer, no lejos del Duero, te juro que nadie se ha portado hoy mejor que tú Animo galleguiño.

Así hablaba un buen hijo de tierra de loro, robusto y leal como todos sus paisanos y que era el mejor amigo de nuestro héroe.

Este había pagado con triste sonrisa de agradecimiento la buena fé de sus compañeros, pero no pudo menos de hablar cuando oyó al toresano.

—Ya sabéis, dijo, que Dios me diera este génio y con él he de vivir hasta la sepultura, si antes no quedo para pasto de cuervos en estas montañas. Yo no sé si hice mas de lo que debí hacer pero lejos de enojarme, el que no me hayan hecho cabo, diéralo todo, por verme en Galicia al lado de mi madre y...

—Y de tu novia, esclamó el toresano, ¡sé franco, hombre ¡Pues no parece sino que el que mas y el que menos no se ha dejado por su pueblo al quebradero de cabeza!

El galleguiño calló, dando la razón con su silencio al amigo y compañero de armas.

—¡Tiene novia! ¡Tiene novia! ¡Quien calla otorga! exclamaron todos.

—Tanto la quiero, respondió nuestro héroe, que la guardo aquí... para siempre...

Y señalaba al corazón. Callaron entonces los compañeros mirándole ya con aquel respeto que los hombres, por diversas que sean sus condiciones, profesan á todo corazón generoso.

En esto llegó el sargento y dijo:

—Galleguiño, á tí te toca relevar al escucha.

Como cada cual, aunque sentado en derredor de la hoguera, tenia en su mano el fusil; no tuvo que hacer nuestro soldado otra cosa sino ponerse en píe. En aquel punto, sacó el Santiaguito que llevaba en el pecho, y se le dió al toresano.

—¿Tan cerca estás de la muerte? preguntó éste.

—¡Por si acaso!... respondió el hijo de Galicia, pero con tan firme y sereno acento, que el toresano guardó la devota imágen, mientras los demás compañeros callaban.

—Si no vuelvo, añadió, y algún día puedes entregar esa imágen del Apóstol á quien ya sabes... hazlo por mí.

Y se alejó en compañía del sargento.

—Lo haré, galleguiño, lo haré, aunque tuviese que andar cincuenta leguas desde mi tierra á la luya... ¡Demonio de hombre! exclamó el toresano después de breve pausa, ¡pues no se me ha puesto un nudo en la garganta! ¡Bah! estos gallegos son agoreros como ellos solos.

Volvia entretanto con el sargento, el escucha, á quien acababan de relevar.

—¿Hay algo? preguntó el toresano.

—¡Qué queréis que haya con esta noche de perros! respondió el relevado, acercándose al fuego. ¡De seguro los facciosos están tiritando al lado de sus hogueras, ni más ni menos que á mí me sucede ahora mismo!

IV.

Todos callaron. Arreciaba el viento, y sus ráfagas contenían á ratos la lluvia. A espaldas de la avanzada y más allá de Castro Urdíales, rompía el mar, oyéndose, traídos y llevados le las bocanadas de viento, los tumbos y resaca del golfo Cántabro.

Ante los elementos desatados, sin duda el hombre advertía cuán pequeño era, y buscaba amparo contra el viento, la lluvia y el frió. Todos, pues, seguían en silencio, olvidando ya el efecto causado por la despedida del galleguiño, y aun el toresano cabeceaba al amor de la lumbre, deseando, como los demás compañeros que el alba rayase, por lluviosa y des colorida que fuese.

Mas, la noche, oscura como boca de lobo, nada dejaba ver á tres pasos de distancia de la hoguera, y en tales casos la suerte de una avanzada y, por ventura, de un ejército, depende del centinela ó escucha, que, allá extraviado entre la maleza, responde con su vida de la existencia de los suyos.

No ignoraban los soldados de la avanzada el peligro que corrían, pero á todo se hace el hombre, y aunque no dejaban los aullidos del viento, que tan á menudo remedan la voz humana, de poner en cuidado á nuevos amigos, pronto reconocían su error, y tornaban al estado de tranquilidad á que les convidaba el grato calor de la lumbre.

Alguna que otra palabra suelta se oia de vez en cuando, á propósito de lo que hemos dicho, y sólo el sargento llegó á decir:

—Como ese galleguiño es tan cuitado... si fueran otros lo carlistas, no lo pasaríamos muy bien.

—En cuanto al galleguiño, yo respondo, exclamó el toresano, y valientes hay... y no digo más, aunque más podria...

—¡A callar, repuso el sargento, que yo sé lo que me digo!

—Por vida de la tierra del Pan y del vino, que es la mejor del mundo...

—¡Silencio! añadió el sargento con iracundo ademan.

Súbito hendió el aire una voz harto conocida de cuantos componían la avanzada... que dijo:

—¡Válgame Dios Y Santiago!

Y al punto, el fulgor y el retumbo de un tiro pusieron en pie á la avanzada y en armas al batallón y á Castro Urdíales entero.

Horrenda descarga contestó al tiro salvador.

—¡Adelante! gritó el toresano, viendo que el sargento más bien mostraba deseos de huir, que de otra cosa: ¡Adelante y viva el galleguiño, que acaba de salvarnos!

En aquel momento, el huracán empujando las nubes y amontonándolas á Poniente, hizo rayase macilenta aurora. Adelantó la avanzada, y... en el suelo yacía, acribillado á balazos el heroico galleguiño...

Los carlistas se habían echado encima, amenazándole con la muerte, sino callaba. Murió el héroe, salvando á los suyos y obligando á retirarse al enemigo, que ya creía segura la sorpresa.

¡Murió el héroe!...

¡¡Decidme si no merece semejante nombre!!

Fernando Fulgosio.


EL PRINCIPE PEDRO BONAPARTE.

Triste es sin duda la celebridad que en estos días ha alcanzado el príncipe Pedro Bonaparte, cuyo retrato reproducimos; pero de cualquier modo, lo cierto es que la noticia del asesinato cometido por este personaje, ha sido reproducida por todos los periódicos de Europa, y en todos los lectores se ha despertado una viva curiosidad.

Nadie ignora ya que el pariente del emperador Napoleón desafió á Rochefort, y que Mr. Grousset, redactor del periódico La Marsellesa, envió dos padrinos, Víctor Noír y Fouvielle á desafiar á Pedro Bonaparte.

De las primeras declaraciones resulta, que el príncipe recibió á los padrinos, que Víctor Noir le abofeteó, y que entonces disparando tres veces un revolver mató á Noir y atravesó con dos balas el paletot de Fouvielle.

Reducido á prisión Bonaparte, todo el mundo espera con ansia el resultado de este interesante proceso; pero entre