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Allá, en los postreros límites de este disco, situaban los jónicos el Elíseo y las islas de los Bienaventurados, las regiones Hyperbóreas y el pueblo justo de los Etiopes.

Los helenos, desde los tiempos homéricos, figurábanse que vacian ocultos a las miradas de los habitadores del viejo mundo, países riquísimos y espléndidos, en los últimos confines del atlántico, y el audaz Coleus de Sámos, tal vez fue el primero que dirigió la proa de sus buques al Oeste de las costas de Iberia.

Pitágoras elevó á dogma la esfervidad del globo terráqueo, y el filósofo Aristóteles, acaso el ingenio mas profundo de los siglos anteriores á la era de Cristo, llegó á entrever la posibilidad de encontrar el oriente del Asia navegando al occidente por el mar atlántico [1].

Conocidos son de todas las personas ilustradas los célebres versos con que termina un coro del acto II de la Medhea, tragedia de Séneca, que no pueden considerarse, por mas que se diga, como simples rasgos de una imaginación atrevida.

El mismo Colon se asombraba de la indicación precisa y terminante del antiguo poeta, y copia los versos con letra de su puño, en el Libro de las Profecías [2]:

           Venient annis
Saecula seris quibus Occeanus
Pateat tellus, Tiphisque novo
Detegat orbes: nec sit terris
Ultima Tillae.

Y traduciéndolos él mismo, añade á renglón seguido:

»Vanan los tardos años del mundo ciertos tiempos en los cuales el mar Occéano aflojará los atamientos de las cosas y se abrirá una grande tierra; y un nuevo marinero, como aquel que fue guia de Jason que hovo nombre Tiphis, des cubrirá nuevo mundo: ya entonces non será la isla Tille la postrera de las tierras.»

Y es indudable que Colon se juzgaba digno de ser andando los tiempos, el nuevo marinero que obligaría al Occéano á aflojar los atamientos de las cosas, para poder descubrir utra grande tierra, porque estaba persuadido de que Dios, Nuestro Señor— como ya liemos dicho mas arriba —le abrió la voluntad para la ejecución dello.

Durante la Edad Media se conservaron, y aun se extendieron, estas ideas— no obstante la oposición que hallaban en algunos Santos Padres, Lactancio y San Crisóstomo entre otros.

Mas en el reinado del emperador Justino escribió el famoso Cosmas, por sobrenombre el Indico su celebrada obra: Christianorum opinio de Mundo [3], en cuyas páginas, recogiendo las opiniones de los hombres mas importantes de la época, acerca de la existencia de tierras al Oeste del mar atlántico, después de consignar, con cierta burlona ironía, la vulgar creencia de algunos pueblos de Oriente que consideraban á la tierra, no ya como un inmenso disco—según los antiguos— sino como un paralelógramn, que representaba el arca del tabernáculo de Moisés, encerrado entre el mar Caspio y el Mediterráneo, el Golfo de Arabía y el Pérsico, expresa también la admitida idea de encontrar otro mundo (alter-orbis—son sus palabras) hácia el lado por donde el sol se pone en las aguas del mar de Finisterre.

Alberto el grande, el hombre pensador y erudito del siglo XIII, cuyos conocimientos vastísimos son aun la admiración de todos, en su Líber Cosmographicus de Natura locorum, afirma sin rebozo que existe un hemisferio interior, antipoda al nuestro, cuyos habitantes no encontrarían obstáculo para venir á las playas de Europa, si supiesen cruzar los mares que bañan las costas de ambos [4].

El canciller Bacon, en su Opus majus [5] admite la creencia de Alberto el grande y halla posible dirigirse á las Indias por el mar atlántico, navegando constantemente con la proa al Oeste.

Pedro d'Ailly, mas conocido en el mundo escolástico con el nombre de Petrus Alliacus, obispo de Cambra; en 1396, trae un capitulo, en su obra De imagine Mundi, dedicado a esclarecer este asunto con numerosos datos, que reflejan las hipótesis de casi todos los escritores antiguos, y concluye, como Alberto el grande y Bacon, admitiéndola facilidad de encaminarse á las Indias por el mar de Oeste y hallar un hemisferio antípoda al nuestro— et illam invenire partem—dice— sub pedibus nostris sítam.

De tal manera impresionó á Colon el capítulo á que aludimos—cuyo titulo es: De Quantilate Terre babitabilis—de la obra de Pedro d'Ailly, que le traduce y copia casi literalmente en una carta dirigida á la reina Católica, algunos dias después de la vuelta de la expedición exploradora que llevó á cabo el insigne Almirante á la costa de Paria—tal vez, opina Humboldt, hácia mediados de octubre de 1498 [6].

Dante, el gran poeta filósofo del siglo XIV, manifestó, si quiera vagamente, su creencia deque existia otro mundo escondido en los confines remotos del Oeste, escribiendo en su Divina Comedia el terceto siguiente:

De nostri sensi, ch' c del rimanente,
Non vogliate negar l'esperienza,
Diretro al sol, del mundo senza gente [7].

Y el vate florentino Mulci, que vivió en la primera mitad del siglo XV, en su poema Margante Maggiore— citado por el historiador Prescott [8] y que el sabio Humboldt desconocía— «ofrece la predicción mas circunstanciada que pueda encontrarse de la existencia de un mundo occidental» en los versos que á continuación trascribimos:

Perché piú eltre navicar si ponte,

Benché la terra albi forma di ruote.

E poussi añilar giú nell altro emisferio,

Pero che al rentro ogni rosa reprime:

E laggiú son citá, castella e imperio

Ma nó l eognobbon quelle genti prime:

Veddi che il sol di caminar s'affretta

Doce i'o ti dico, che laggiú s'aspelta [9].

Tales son, en resumen, las principales hipótesis de los antiguos acerca de la existencia del mundo occidental cuyo descubrimiento estaba reservado, para gloria eterna de Castilla, al inmortal genovés.

III.

Cristóbal Colon — Columbus, paloma de paz, dice su hijo, destinada á llevar el ramo de oliva y el óleo del bautismo ó través del Occéano—encontró en Isabel la Católica el molde exacto de su propio genio.

Y en medio de sus amarguras, zaherido por el necio vulgo, desdeñado por los grandes de Castilla, condenado como visionario por la Junta de cosmógrafos, comprendido por muy pocos, y por nadie apoyado con la eficacia que él solicitaba, escucha extasiado de júbilo la voz de la heroína de Granada que le dice con acento animoso:

—«Alienta, Colon: yo tomaré tu empresa en nombre de la corona de Castilla, y para llevarla y cabo, si los recursos del erario no bastan, empeñaré mis propias joyas.»

¡Digno arranque del corazón magnánimo de Isabel!.

«Todas las ciencias non me aprovecharon, ni las autoridades dellas:— exclama Colon, pagando generoso tributo de gratitud á su augusta protectora—sólo en V. A. quedó la fe y costancia [10]

Y en otra carta, dirigida á la nodriza del principe don Juan, se esplica de esta suerte:

«En medio de la incredulidad general, el Todopoderoso infundió en la reina, mi señora, el espíritu de inteligencia y de fortaleza, y mientras que todos en su ignorancia solo hablaban de gastos é inconvenientes, S. A. por el contraído, aprobó el proyecto y le prestó todo el apoyo que estuvo en su poder [11]. »

Rindamos también nosotros justísimo tributo de admiración y de entusiasmo á aquella noble reina, por lo mismo que existe, en nuestros desventurados tiempos, tenaz é incomprensible empeño en difamar su memoria veneranda [12].

Que veneranda es y sagrada para todos los buenos españoles el nombre de Isabel la Católica: pacificadora de Castilla, ídolo del pueblo, heroína de Granada, protectora generosa del descubridor de la América.

De aquella ilustre reina que desde su lecho de muerto gobernaba el mundo (13); de aquella que por su grandeza de alma mereció ser comparada con los héroes mitológicos (14); de aquella en cuyos tiempos estendia sus alas España de hemisferio en hemisferio, llevando su nombre y su gloria hasta los mismos antípodas (15); de aquella á quien sus amantes subditos consideraban como el ejemplo mas brillante de todas las virtudes, llorando en el día de su muerte cual si hubiese sido el último de la felicidad y poderío de la patria (16); de aquella santa y honestísima péñora, que dejando el mundo lleno de su fama, volaba al celestial empíreo para gozar de las inefables delicias de la bienaventuranza ( 17).

La baba inmunda de la calumnia no manchará nunca la aureola de gloria que rodea el nombre de Isabel de Castilla, y mientras el tiempo consumidor— diremos con el ilustrado Clemencin (18)— oscurecerá poco á poco, y borrará luego por completo la fama de algunos personajes, ruidosos un día, se aumentará por el contrario y estenderá por todo el universo civilizado la santa veneración que nosotros profesamos á la magnánima Isabel I.

IV.

Vamos á concluir.

Verdaderamente que la existencia del gran Colon parece estar marcada con un sello especialísimo: como si se viese en su levantado espíritu y corazón generoso la maravillosa ayuda que el cielo otorga á los fuertes, y la perseverancia sobrenatural que Dios infunde en el ánimo de los predestinados.

Muchas plumas, y bien cortadas, han escrito la vida del esclarecido almirante, pero ningún historiador, desde Fernando Colon y Bernaldez hasta Alfonso de Lamartine y Washington Irwing, había logrado descubrir las evangélicas virtudes que adornan á aquel hombre elegido.

El conde Rosselly de Lorgues, que publicó— en 1856 — una nueva biografía de Colon, bajo los auspicios del actual pontífice Pió IX, le estaba reservada esta gloría (19).

Y el ¡lustre cardenal Donnet, arzobispo de Bordcaux, al ver destruidas, con documentos y pruebas irrecusables, las infames calumnias que la escuela racionalista había inventa do, y difundido la prensa, acerca de la conducta privada del descubridor del Nueva-Mundo, promueve en nuestros dias, con laudable celo religioso, el formal y solemne proceso para su canonización por la Iglesia romana.

España entera, la católica España, cuyos pendones llevó Colon á las playas ignotas de Occidente, se asociará con júbilo á los piadosos deseos del cardenal-arzobispo de Bourdeaux.

Eusebio Martinez de Velasco.

HERCULANO.

(conclusion.)

II.

Acostumbraba el rey á salir de su palacio para ir á pasar la tarde con Herculano; al llegar á la casita, se acercaba á una de las ventanas del gabinete y daba en ella algunos golpes con la mano; levantábase Herculano de su silla, entraba don Pedro V y se apodérala de él; el rey coronado tomaba por asalto el domicilio del rey de la historia, curioseaba sus papeles, registraba sus libros y se complacía en fumarle, y aun robarle, algunos cigarrillos de papel de los que encon-

Célebre frase de i gran Colonna.


la sección primera de su obra a examinar detenidamente las opiniones de los antiguos sobre la teoria de tierras al Oeste. (II) Asi se espresa l'au.o Ciovio, historiador contemporáneo, lie aquí sus palabras: Cum geneiosl prudentisque animi magni udine. lum ptetatis laude, antiqnis htroidibus compaiandu.—E'agia rlrorum ülnslrtum (Basilea, 1573), nú. 2a;. (15) Palabras de Pedro Mari ir, contemporáneo, 0/'»i Eplslolamm, epístola CXLVI. (til, Lucio Marineo Siento, contemporáneo, habla de esle modo. (17) Pedro .Mártir, Opus, epist. CCLXXV1. (18) Elogio de la Reina Católica doAi Isubtl, pág. I.—Apud, Honorios de la Academia de la Historia, to:n. VI (Madrid, I82U). (19) Cirlslophe Colon», hislolre de sa vitel de tes royages, d' aprisioenmenlsautliemiques tire* 'J* Expugne el d' Halle, par Itosselli de horgues.— I vol. in l.° (París, I85B).

  1. Loc. cit.—Véase también la Memoria da Academia das Sciencias de Lisboa, t. V, pág. 112 y sig., donde se ocupan los ilustrados académicos del mismo asunto que ventiló Humboldt, con gran copia de datos.—Vergonzoso es que la rica colección de Memorias da Academia de Lisboa, no se halle en alguna biblioteca pública de Madrid: el autor del presenta articulo no ha podido evacuar personalmente, por tal causa, las citas referentes a esta obra.
  2. Loc. cit., pág. 272.
  3. Ubi supra, sec. I.
  4. Pag. 15 y 17.—Apud Humboldt, Histoire, etc., t. I, «fe. I.
  5. Pág. 445 y 447.—Ubi supra
  6. Loc. cit.
  7. Inferno, canto XXVI, st. CXV.
  8. Pulel, Margarte Maggiore, canto XXV, si. CCXIX-XXX.— Apud Prescott, Historia del reinado de los Reyes Católicos, traducida por Carlos Iurburu (Maorio, 1853), cap, XVI, pag. 178.
  9. Apud Prescott, loc. cit.
  10. Navarrete, Colección de Viajes, etc., I. II. pág. 163.
  11. Navarrete, Coleccion de Viajes, etc., t. I, pág. 268.— Carta al ama del Principe don Juan.
  12. Suñer y Capdevilla, en la sesión de las Cortes Constituyentes de 26 de mayo de 1869, llamó á Isabel I mogigata y necia; el Marqués dé Albaida, en sesion de 13 de mayo, la llamó inicua; Garcia Ruiz (don Eugenio), en la celebre sesión de la monserga faltó á la verdad histórica en perjuicio de esta reina; en el club de la Revolución, sesión de 12 de mayo, presidencia de señor don Miguel Morayta, un señor Arroquia ultrajó indignamente su memoria; el periódico Jeremias, en una sátira encaminada á censurar las Ordenes Militares de España y ridiculizar las condecoraciones civiles, ha tenido la de llamar huna, que no se hartaba de sangre humana, á aquella misma señora a quien los historiadores protestantes y racionalistas extranjeros, han llamado i dasa y ángel de bondad y mansedumbre. Basta.