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FERNANDO DE LESSEPS.

¡Cosa estraña! Al mismo tiempo que un hombre negando á Dios adquiere en España una triste, pero universal popu laridad , al misino tiempo que un escritor predicando el so cialismo en Francia se convierte en héroe de las turbas ; en la vieja, en la caduca Asia, otro hombre inspirado en la fe y buscando en la ciencia , en el trabajo y en la industria un poderoso desarrollo ¡i la riqueza de los pueblos, lija la aten ción del mundo entero y consigue que hasta los más altivos soberanos acudan á su corle para ver renacer de entre los escombros de la civilización de los Faraones, el gran acon tecimiento del siglo XIX; para contemplar el espectáculo sublime de la liebre al lado de la inmovilidad, del vapor co ronando con sus blancas ondulaciones la altiva y severa frente de las Pirámides de Egipto.

El ateo es Sufier y Capdevila.
El apóstol del socialismo Rochefort.
El profeta del progreso, el rey de la ciencia, el soberano
de la naturaleza Fernando de Lesseps.

Parece que la Providencia reuniendo estos tres elementos, ha querido oponer al ateo de la divinidad y al ateo de la sociedad, el triunfo de la fe y del trabajo.

Pero qué más: ese suceso que es una de las glorias, acaso la más grande de la civilización moderna, coincide con otro acontecimiento providencial también.

En los momentos en que el genio y la perseverancia de un hombre estrae del suelo setenta y cuatro millones de metros cúbicos de arena , crea tres puertos , todo esto en diez años y une en diez horas al Oriente y al Occidente separados an tes por 3,000 leguas de travesía, acuden á la ciudad de Roma convocados por el Sumo Pontífice los miembros de la Iglesia Católica para examinar la civilización moderna y amoldar sus progresos á la fe.

¡Roma, en todo su esplendor católico, el progreso en su verdera y magnífica espresion!

Hé aquí los dos cuadros que observa asombrada la huma nidad.

¿Negará la Iglesia su admiración á la ciencia, que partiendo de la inspiración divina, venciendo los obstáculos á fuerza de virtudes cristianas realiza una maravilla tan portentosa como la ruptura del Istmo de Suez?

¿Desconocerá la ciencia al verdadero Dios, cuando para llegar al triunfo ha tenido que profundizar antes y admirar los misterios de su grandiosa obra?

La Religión, el Trabajo, hé ahí los rayos de luz que á un mismo tiempo y no calculada sino providencialmente se pre sentan á nuestros ojos.

Su unión salvaría la sociedad: Pió IX y Lesseps son, pues, las dos grandes figuras del siglo XIX.

Ahora bien, el hombre que ha llegado á tanta altura me rece ser perfectamente conocido y nosotros vamos á bosque jar la historia de su vida que es un ejemplo de actividad, de abnegación, de gloria.

No es posible abarcar esta portentosa fisonomía en una sola ojeada, es necesario verlo antes de la idea que le ha hecho inmortal y después de ella.

Fernando de Lesseps nació en Versalles en el año 1803. Claro talento, imaginación viva, observación rápida, amor al estudio, actividad incansable, estas son las primeras cua lidades que desplega.

Hay en él algo de la viveza meridional de España y de la tranquila reflexión de Alemania.

Su padre es un bravo militar nacido en el Norte de la Francia, casi en las orillas del Rhin, y su madre es una española.

Desarróllase en él desde temprano una afición apasionada á las matemáticas, un profundo amor á la ciencia y al mismo tiempo es artista, adora lo bello, su imaginación borda flores en el árido canevás de los números.

La posición de su familia le facilita los medios de ingresar en la carrera consular y en 182a aparece como uno de los oücialcs del consulado de Francia en Lisboa.

Pasa de allí á desempeñar el puesto de cónsul en Túnez en el año 1828 y recorre sucesivamente con el mismo cargo las ciudades del Cairo (1833) y de Alejandría (1835). Aquí nace la idea de realizar lo que á tantas generaciones ha parecido un sueño irrealizable.

Estudioso siempre, audaz en sus investigaciones científi cas, va atesorando datos que han de llegar á ser la obra que ha de dar nombre á un siglo.

En 1839 llega á Málaga como cónsul de Francia, de allí pasa al consulado de Barcelona en 1842, y asistiendo á nuestras luchas civiles, ditranle el bombardeo de aquella ciudad en 1843, hace prodigios para evitar desgracias, ma nifiesta el mismo valor, los mismos sentimientos que ha des plegado en Alejandría durante la terrible epidemia de 1834. La Providencia quiere que al volver á Egipto halle en este recuerdo de su heroísmo un poderoso auxilio, quiere que encuentre en la industriosa y rica Cataluña un eficaz con curso á su grandiosa empresa, efecto natural de la gratitud y la admiración que inspira su nombre.

Desempeña después importantes cargos diplomáticos en Madrid, Berna y Roma y en la ciudad eterna termina el primer periodo de su vida.

Opinando de distinto modo que el presidente de la Repú blica sobre la cuestión de Roma, pide su relevo y se reti'a á la vida privada.

Un ilustrado escritor que ha aumentado estos dias el in terés del periódico La Epoca con notabilísimas cartas refi riendo cuanto se relaciona con la apertura del Istmo de Suez, ofrece datos de la vida que Lesseps ha consagrado á su gran obra y con ellos y los nuestros particulares , vamos á completar el bosquejo.

«Amigo íntimo de Mehemet-Alí, el virey gran reformador de Egipto, inteligencia y brazo primitivos á quien han de deberse todas las conquistas futuras de los pueblos de Orien te, dice el cronista, Mr. de Lesseps enlaza aquella amistad y sus recuerdos con este estado ocioso que se crea ; y decide acometer en 1859 lo que había concebido y meditado des de 1831.

En efecto: Mr. de Lesseps al pisar el Cairo se habia hecho las mismas preguntas que el general Bonaparle hizo al inge niero francés Mr. Lepére al pisar á Alejandría en 1798:— ¿Por qué no se comunican directamente el Mediterráneo y el mar Rojo? ¿Por qué no se reproduce en nuestro siglo la obra colosal de los Faraones?

Mr. Lepére contestó á Napoleón con un proyecto más co losal, sin duda, que el de los Faraones, pero ni la ciencia del ingeniero ni la actividad del capitán podían entonces emplearse en una obra que exigía mayor cultura y tiempos mas bonancibles que los de la revolución francesa de 93. Napoleón dijo la primera palabra del atrevimiento, Lepére la primera de la ciencia, Lesseps la primera de la ejecución. —Este habia estudiado los restos del canal de Ñecos, construido hace 4,000 años próximamente, aunque en proporciones muy exiguas comparadas con las del proyecto que bullía en su cabeza ; habia estudiado el proyecto de Bonaparte, grande para su tiempo, pequeño para nuestros dias y para las verdaderas necesidades del mundo en general y del Egipto en particular; había estudiado las Memorias que por inspiración del padre Enfantiu se escribieron sobre el terreno en 1847 cuando una comisión de sabios amparada por Luis Felipe marchó á reconstruir el pensamiento de Bonaparte y los cálculos de Lepére; habia estudiado ese enorme y vociferado desnivel de las aguas, en que no creía; esa gran necesidad de riegos dulces en que soñaba para ha cer del desierto la primera tierra productiva del orbe; hábiasc inspirado, en fin, en la mayor de las osadías , para la cual se conceptuaba templado; y cerrando los ojos á las contrarie dades del mundo, negoció y obtuvo en 30 de setiembre de 18üt una primera acta de concesión del canal, firmada en el Cairo por Said-pachá, virey sucesor de Mehemct-Alí. Cincuenta años iba á cumplir Mr. Fernando de Lesseps, cuando acometió una empresa que necesitaba la vida tal vez de muchos hombres. La Providencia, sin embargo, guarda la suya en una integridad de fuerzas admirable, para que este hombre estraordinario formule un proyecto colosal, sostenga una guerra titánica contra los enemigos de la obra, reúna y armonice los inmensos capitales de dinero, de cien cia, de industria y de trabajo que se necesitan ; para que se haga caminante, ingeniero, economista, orador, soldado, misionero, periodista, agricultor, apóstol y casi mártir del más decisivo y trascendental proyecto que se ofrece á la solución del siglo XIX.»

A este cuadro magistralmente trazado por el cronista de La Epoca, vamos á añadir algunos detalles.

Hoy es ya una de las primeras figuras del siglo XIX : su ¡dea es un hecho, sus esperanzas son una gloría del mundo. Observémosle antes de llegar el final, en el camino. El movimiento continuo tan buscado en el mundo de la ciencia era él.

El telégrafo decia el dia 6 por ejemplo: «Mr. de Lesseps ha llegado á París y ha esplicado á los accionistas los adelan tos que han tenido las obras; mañana parte para Lóndres y el 7 celebraba en Lóndres una conferencia con algún personaje, pronunciaba un discurso y partía para el Havre el 8 estaba en Marsella, el 9 pasaba por Barcelona, pocos dias después dirigía las obras del Istmo, y en todas partes traba jaba en su empresa: ora un discurso, ora un articulo, ora una conferencia.

Cuando menos se lo figuraban sus domésticos , aparecía e« su casa de París, pue Richapense, núm. 9, piso 3.° Quería uno visitarle, y al llamar á su puerta, se presen taba un fantasma vestido de franela gris con un florete en 1& mano.

Un sí es no es escamado preguntaba el recién llegado: —¿Está visible Mr. de Lesseps?

—Soy yo, caballero, contestaba el fantasma, guiándole al salón para hacerle en él los honores de la visita? Con efecto , Mr. de Lesseps , después de haber corrido la Europa, descansaba consagrándose un par de horas á la esgrima, su diversión favorita.

Esta actividad es el secreto de sus triunfos, y sin embar go, el gran hombre que ha unido el mar Rojo con el Medi terráneo no parece lo que es.

La actividad de su inteligencia y de sus pies contrasta con la calma de sus palabras y de su fisonomía.

—Es un zuavo agregado á una embajada, un español dis frazado de inglés, un volcan cubierto de nieve, ha dicho para caracterizarle un escritor francés.

En efecto, la nieve aparece sobre su frente porque sus cabellos blanquean; pero el cráter brilla en sus ojos peque ños, vivos, penetrantes, fosforescentes.

Cuando dice quiero, pronuncia esta palabra con tal dul zura, que nadie se apercibe de su vigorosa voluntad, y mar cha con tanta tranquilidad hácia el obstáculo que quiere des truir, que por lo mismo que nadie espera que consiga su objeto, tiene ¡i su lado el descuido de todos para triunfar. Esto es lo que más ha hecho rabiar al difunto lord Palmerston en el gran torneo que ha sostenido durante tantos años con Mr. de Lesseps , y en el cual ha salido este victorioso.

Los que suponen adivinar su fisonomía por sus actos, se llevan un chasco de los más solemnes. Un dia fue un caballero á verle. Como siempre, abrió él la puerta.

—¿Mr. de Lesseps?

—Paso usted y tome asiento.

El célebre ingeniero le introdujo en una sala, le ofreció una silla y los dos se sentaron. El caballero permaneció silencioso largo rato. De cuando en cuando miraba á Mr. de Lesseps y despues consultaba el reloj.

—¿Cree usted que tardará mucho tiempo en salir Mr. de Lesseps? dijo al lin. —Si soy yo, caballero; contestó el ingeniero. —No lo hubiera creído, se limitó á decirle su iuterlocutor. No podia figurarse que el hombre que tenia delante fuese el que tanto espanto producía en Inglaterra. Y sin embargo es tímido; tímido antes de resolverle: una vez resuelto, su voluntad es inquebrantable. En prueba de ello refiere el cronista que hemos citado, la época en que Mr. Fernando de Lesseps necesitaba arrojar sobre el desierto un ejército de 30,000 hombres para con quistar el mar Rojo. Ese ejército exigía viviendas, alimenta ción y agua: las viviendas podían llevarse hechas de Europa; los alimentos podían ir embarcados de Alejandría; pero el agua no podia liarse á la lentitud y contratiempos de una caravana.

Mr. de Lesseps, meditando sobre esto en el trazado del canal por frente al sitio en que mas tarde iba á fundar á Ismailia, se metió una mano en el bolsillo, y sacando una mo neda de cinco francos, gritó á los fellahs que le acompaña ban:— «Cinco francos al que me encuentre agua.» Los fellahs, ó campesinos árabes del Egipto , no han sido jamás dueños de un napoleón de plata: todos corrieron á es carbar la tierra por lugares distintos, con el afán dé los bus cadores de oro de la California; y algunas horas después una voz natural gritó á los oídos del Gran Cristiano :—«|Mayeh !» (agua). —Desde los tiempos en que Cristóbal Colon oyó la palabra «tierra», no ha debido esperimenlarsc una sensación parecida á la de esla palabra: «agua.»

Y sin embargo, refiérese que en una ocasión prohibieron sus enemigos á los árabes que le llevasen agua. Lesseps con vidó á comer al Chcik , jefe de los árabes , y al llegar á los postres, mandó colocar doce botellas sobre una mesa. En seguida cogió un rewolver , y con doce tiros las destapó en menos de cinco minutos.

Esta elocuente pantomima produjo su efecto: el Cheik mandó á los operarios toda el agua que necesitaban.

Recordando los trabajos sufridos en la magua empresa, hay que citar á las hermanas de la Caridad.

La disentería, el cólera, la viruela, la oftalmía, las inun daciones, los vientos, el escorbuto, todo cayó en el comienzo de los trabajos sobre la banda de estranjeros. ¿Quién habia