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CAPITULO IV


Cinco días después de aquella velada en casa de Rodopis, un inmenso gentío de egipcios de todas edades, sexos y condiciones, se apiñaba en el puerto de Sais y á orillas del agua.

Entre aquella multitud de hombres nervudos, apenas cubiertos por su única prenda de vestir que consistía en un mandil, traje del hombre ordinario, mezclábanse los guerreros y mercaderes con blancas vestiduras, guarnecidas de abigarradas franjas, cuya longitud variaba según la jerarquía y condición del individuo. Niños desnudos se agolpaban, empujaban y reñían para alcanzar un sitio ventajoso. Las madres, vestidas con una corta saya, alzaban en brazos á sus chiquillos cuanto les era dable, aunque se privasen del espectáculo deseado[1]. Numerosos perros y gatos iban y venían por entre las piernas de los curiosos, quienes se movían con precaución para no pisar ó lastimar á ninguno de los animales sagrados.

Los agentes de policía, armados de largas varas[2], en cuyos botones de metal iba inscrito el nombre del rey, cuida-