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LA GUERRA GAUCHA

en charla cordial, casi disputando como dos amigos, cuando de un bosquecillo salió un hombre con el caballo de la rienda.

Disculpábase aduciendo excusas en una fosca turbación. Su saludo de la víspera había recalcitrado porque él veía un enemigo en el oficial. ¡No lo despidiese la señora! Era tan de adentro en la estancia, que aquello equivalía á decretarle la orfandad. Allá se crió, allá quería morir. A su parecer bastaba con los azotes.

Esto inquietó vagamente al realista. Recordó los lamentos de la pasada noche, los gañidos, el movimiento insólito y casi temblando preguntó. Un destello de cólera airó los ojos de la dama. Sí, por su orden se había castigado a aquel badulaque, se había ahorcado á la perra, y de ahí los ruidos. En cuanto a ése, que se fuera. Fincas y partidas abundaban para conchabarse. En las suyas no cabían bellacos.

Caminó el hombre un poco, después de haber saludado, y á tiempo que el otro intervenía, se volvió de golpe:

—Bueno, se alzaría entonces como un matrero. Vendría de noche, á ver la estancia solamente, y con que no le echasen los perros se contentaba. ¡Que le diera su bendición la patrona... y á correr su destino como le ayudara Dios!