el paladín en manos de la fada su enemiga?... Prisionero y — qué vergüenza! — á discreción de una mujer!
Con la noche, ya desfogados los ímpetus, invadiéronlo las nostalgias del terruño, del ejército victorioso, sin duda, en Tucumán. Si lo recordarían siquiera sus camaradas del Gerona, ¡sus jefes del Imperial Alejandro! Ellos por allá, entre aventuras y jolgorios, tan lejos del compañero herido en mala guerra y con la perspectiva de un degüello para final.
En esto de sus meditaciones, oyó á la distancia lastimeras súplicas, después convulsivos ululatos de perros, una insólita agitación en los galpones, nada después...
Más se le enjorguinó el alma con eso. Ya no lo añusgaba el llanto, bien que le ardieran los párpados como por la tarde.
Pobres muchachos esos de la tropa! Cuánto lo querían!... ¡n toque de clarín a esa hora y en ese estado! Lloraría, lo adivinaba. Y luego, ¡qué desamparo el suyo! Cómo necesitaba un caballito, un perro, cualquier cosa para querer!
Incomodábale el corazón batiéndole el pecho como una aldaba de bronce. A tufaradas atosigábalo otra vez el sofocón de la injuria. Bah!, por último, todo acababa al otro día. Cuestión de tiempo.