á una alacena y arrancando su cortina, sacó de ella un trabuco que cebó al instante. Luego, en tres saltos, ganó á su vez la espesura.
Los otros aguardaban allá. Mantendríanse en ese punto para no desamparar á las mujeres. El enemigo no ofendería, quizá, retirándose así que se proveyera.
Sentían sus tropeles y voces en indistinto rumor, al mismo tiempo que notaban la aplastadora asfixia de la atmósfera, esa serenidad que en lo inmóvil recelaba lo inquieto. Ni los lagartos aprovechaban aquel calor. Por las serranías no se cuajaba una niebla. En tremulaciones de llama mecíase el ambiente; de loza caldeada parecía el cielo, y los limpiones del piso reverberaban como rescoldo.
Uno de los hombres escaló entre tanto el guayacán que los cubría, atisbó disimulado por su propia atalaya. De abajo, los otros seguían sus movimientos. Su mano señaló, arrumbándose á la ranchería con desesperado ademán, mientras surgía tras los árboles un borbotón de humo. La casa ardía, y el centinela, descolgándose de rama en rama, puso los pies en tierra. A bocanadas de coraje y desesperación, dijo de esas cosas descosidas que entiende el peligro.
Fuego... Los canallas... Las mujeres...