Ya sin esperanza, sorprendidos, justificábanse muriendo. Queríalo así su capitán y así lo aceptaban, identificándose más con él en ese honor de la última hora. El enemigo no atacaba, hería de lejos, contenido por la exaltación de coraje que suscitaba el canto. Y éste mecíase cada vez más solemne sobre la erupción del tiroteo. Los talantes se agrandaban a palmos en su vibración. Como águilas salían de las barbas los versos. Y mascados por esas bocas feroces, golpeaban contra los pechos enemigos acorazados con árboles.
Desde el bosque primitivo, su clamor de esperanza decía a los mortales cuál se levantaban las naciones y se rompían las cadenas de la evocación de semejantes moribundos. Un mendigo y diez insurrectos descamisados a quienes la tumba les subía por las piernas, flacos de gazuza, peludos como animales, cantaban así su propio holocausto, foscos anunciadores de una aurora que no verían. El sol bajaba. Un escalofrío les indicó que ya apuntaban sobre ellos otra vez:
—Fuego!
El verso se cortó como una cuerda, pues el mendigo cayó otra vez. Varios tiros convergieron a su cabeza tirándolo boca abajo como en el revolcón de un corcovo.