Ya no era el estribillo de los combates, sino la diana de reserva para los grandes días, la que nunca se entonó hasta entonces, atraída por augusta corazonada a los labios del ciego:
—Rendíos!
—Viva la Patria!
—Fuego!
—.......
Quedaban quince. Blancas humaredas surgían de los matorrales. Oyose crujir, al montarse, los gatillos de los fusiles.
Espontáneamente las bocas se abrieron, y fue como una avenida de música arrollando el aire. Ahora ya nadie huía. Cantando se animaban; y cubiertos de humo, flotaba el himno sobre ellos a la manera de un solemne pabellón. Alternado con las descargas, irrumpía incesante. De imprecación se volvía salmo y de salmo despedida. Más bajo cada vez, rasgábase ahora en una endecha de heroísmo, lanzada al desamparo contra la montaña, contra el bosque, contra la muerte que diezmaba desde la oscuridad; y dos o tres agonizantes se alzaron sobre las rodillas para entonarlo también.