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LA GUERRA GAUCHA

cuando la partida abundaba lo suficiente, bastaba para triunfar; cuando no, sobraba para morir.

Comenzaron, pues, las lecciones. El ciego coreaba, el capitán dirigía, y con esto los hombres, que lo adoraban ya, lo santificaron. Era su cura, puesto que les enseñaba las oraciones de la patria. Algunos se confesaron con él.


La siesta ardía como una roncha en el ambiente. Semejando grumos de azúcar, se desleían cirros en la profundidad del firmamento. Sobre los collados que amurallaban el horizonte con sus lomos vacunos, cruzaban sombras de nubes. Crudamente lavado por el sol, el paisaje se descoloraba en una tremulación de vidrio neutro. El polvo reflejaba visos de albayalde. En la napa de luz de la siesta rielaban largos temblores. Minúsculas trombas bailaban en los caminos. El silencio pesaba como un bloque. En el manantial que abrevaba hombres y bestias, el agua corría silenciosa como el tiempo.

Alrededor del claro donde acampaba la montonera, erguían su columnata los árboles por entre cuyas hojas atigraba el sol la tierra. Las aves guarecidas en el follaje cotorreaban apenas, sobresaltándose con bruscos volidos entre rupturas de