enemigo. No tenía clarín, y sin música no hay guerra, suspiraba quejoso.
Cuidaba mucho sus cabellos, apartándolos sobre las orejas en dos bucles castaños. Trasuntaba abolengos su aquilino rostro. Prócer su estatura, acrecíala con la marcial costumbre de mirar por encima del horizonte. Durante sus diálogos paseaba frente al interlocutor, pero sin darle nunca la espalda, como los felinos, ezquerdeando elegantemente. Los montoneros prendados de él, se hacían matar porque los viera morir.
Su espíritu abrupto jamás llegó á disciplinarse en la táctica, incomodándole como una bajeza todo disimulo ante la muerte. Él lo entendía en romance: por palestra la montaña y el firmamento por bandera. Una lanza, una vidalita, un caballo, el bosque, componían sus posibles. Empero, su independencia no comportaba necedad. Al contrario, poseía todas las reglas como el mejor; y mientras se deprimía el uso de la lanza, su partida de lanceros refutaba soberbiamente la aserción. Pero, eso sí: él reglaba las cosas a su gusto, y la muerte como una perra gruñona, no se atrevía con su temeridad.
Dejáronle, pues, aquella capitanía con que sus hombres lo invistieron, sin conferirle despachos aunque sin desconocérsela tampoco.