crónicos boatos, luciendo sobre galoneado chupetín un antiguo falucho a lo Carlos IV que confeccionó con los colores nacionales.
Sus treinta y cinco años conservábanse esbeltísimos; y como se afeitaba el bigote, parecía un adolescente. Su puño casi femenil blandía con noble donaire una lanza cuya arandela de plata parecía, de tan pequeña, un apagador; pero cuyos botes encomiaban con legendario renombre la pujanza de su dueño.
Aquel oficial desempeñaba á pesar de sus dotes una misión subalterna: cortar las comunicaciones del ejército realista aprisionándole sus correos, con cuyas escoltas combatía á diario.
Declarada la guerra á muerte, inventó un método que excluía la ejecución de prisioneros inermes. Proponíase al maturrango en desgracia un combate singular con cualquiera de los insurgentes. Si aceptaba, moría peleando; si no, se le ahorcaba por cobarde. De morir, á lo menos, con gusto; y de luchar, siempre á la iguala, decía el capitán; y si la montonera aminoraba un poco en ello, su honor no perdía desde luego, mientras por otra parte sus filas se depuraban de lo peor.
En tales duelos ocurrían peripecias terribles. Cierta vez cayó un godo á la trampa. El capitán hallábase con tres hombres solamente, dispersos