Reinaba pleno el día. Una aureola progresaba en el cielo, á espaldas del caudillo, glorificándolo. Facciones y contornos disipábanse en el resplandor.
Por los cerros de enfrente, resbalaba una claridad lila sedosa, con esfumaciones azulinas que anaranjaban la herbácea amarillez del suelo, hasta dirimirse en greda rosa. Una nube de grana escaló el noroeste. Al norte despuntó un pico engastado de ventisqueros.
El foco solar encandecía, tostando la nieve con un cálido matiz de azúcar bruto. Dormidos toques de sol orillaban las lomas tamizando una translúcida pulverulencia sobre la estañadura de los bañados.
Por cañadas y faldeos propagaba la selva sus inmensos vellones: aquí, verdeando con tardanzas de estío, allá rojeando el otoño como un viejo tripe, con visos degradados del minio al orín. Los follajes orvallados desmenuzaban iris. Dos ó tres palos borrachos, con sus acohombrados capullos en dehiscencia, parecían jazmineros gigantes. Y el sol recreaba ideas de gloria.
Vocearan como quisiesen, al paso que tantos lo menoscababan, San Martín lo prohijó. Desde comandante de campaña, mereció siempre su crédito, cobijado el aguilucho por el cóndor sagaz. Y no había fallado al linaje heroico.