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GÜEMES

tañas del oeste empolvábanse de violácea ceniza. La evanescencia verdosa del naciente desleíase en un matiz escarlatino, especie de agüita etérea cuyo rosicler aun se sutilizaba como una idea que adviniese á color. La luz varió sobre el follaje de los cebiles. El horizonte pulíase en un topacio clarísimo sobre las montañas, azules las distantes, verdes de cardenillo las próximas, retrocediendo sus depresiones en perspectivas de planisferio. Manchas de sulfarato azul debilitábanse en los declives. Un farallón de cerro oblicuaba sus estratos, semejante á un inmenso costillar; y orlaban los repliegues de las colinas desbordamientos de arcilla como una desolladura de carnazas. El cénit de cinc resucitaba en celeste.

En el anteojo realista, la cabeza del caudillo dibujóse un instante sin su morrión. Todo hacia atrás el cabello de crespa negrura. Noble la frente. Los grandes ojos llenos de serena arrogancia. La nariz espaciosa. Pálido como el peligro en el vellón de su barba oscura.

Caminaban su pecho cordones de oro; oro claro ribeteaba su sobrecuello; engalanábanlo de oro las charreteras; y como alzara el brazo para cubrirse, la bocamanga deslumbró, también de oro.

La sombra de la visera, eclipsando sus ojos en