cel de humo de algún fuego. Cloqueaban en el arroyo las charatas, fingiendo con sus gritos roldanas en función. Adentro ni un suspiro perturbaba la inmovilidad.
El paisano se enderezó con un estremecimiento, dirigiéndose hacia el cura, é impulsándole de un empellón:
— Siga!
Una vez fuera, aquél trancó la puerta, y el sobrino quedó á solas con el cadáver.
Prodújose en el patio un rumor como de sollozos, una imprecación, algo que pataleaba y resistía... Después nada.
La puerta se abrió otra vez, presentándose el insurgente:
— Siga!
El licenciado ni parpadeó. Su rostro desvencijábase como un caballete. Apenas las orejas conservaban su rigidez. Aquello, sin nada humano ya, simulaba un títere lamentable con los hilos rotos.
— Siga!
Aunque lo pretrificaba el susto, veíase bien que por dentro, retraíalo un solo temblor.
— Siga! reiteró el gaucho, adentro ahora, una mano en la nuca del triste.
Obedeció tambaleando, valgas las rodillas, de autómata el andar...